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lunes 08 de julio de 2019 - 10:49 CEST
La intención de este artículo es dejar constancia del compromiso de varias generaciones de una familia del Puerto de la Cruz que construyó una especial atmósfera de protección y unidad en torno al legado escrito de un antepasado suyo. Gracias a esa vigilancia y a ese celo, el archivo de José Agustín Álvarez Rixo ha llegado a nuestros días en muy buenas condiciones.
Al comienzo de la primavera de 1967, Carmen y Eladio, dos bisnietos de José Agustín Álvarez Rixo, junto a otras personas, saludaban en París a Antonio Ruiz Álvarez, propietario de una librería situada en la rue Condorcet. Ruiz Álvarez, el investigador portuense, se había afincado en la capital francesa y regentaba este establecimiento sin dejar a un lado su labor dirigida al conocimiento de la cultura de las Islas. Cuando contaba veintiséis años, el Instituto de Estudios Canarios había distinguido a Antonio por su actividad dirigida al conocimiento de su tierra, y esa consideración nada más fue el punto de partida, pues Ruiz Álvarez contó más tarde con diferentes honores, como el Diploma y Medalla de Oro de la Academia de Artes, Ciencias y Letras de París, y otros que le otorgaron las instituciones isleñas, peninsulares y francesas, en agradecimiento a su trayectoria en favor de la cultura.
El investigador agradeció con cariño la visita de sus paisanos, que le permitió saludar a hijos de amigos y, entre ellos –como se ha referido– a dos descendientes de un personaje muy querido por él: José Agustín Álvarez Rixo, el alcalde real del Puerto a quien Ruiz Álvarez siempre admiró con el habitual entusiasmo que dedicaba a otras figuras de la cultura local: los Miranda, los Cólogan, los Iriarte, Mateo de Soussa, Agustín de Bethencourt, Victoria Ventoso, Luis de la Cruz. Cada uno en su campo trabajó para engrandecer aquel modesto palomar que poetizó Rodríguez Figueroa en versos dedicados al Puerto.
El joven Antonio Ruiz había mantenido abierta en su domicilio familiar de la calle del Sol –que de un modo oficial ya se llamaba Doctor Ingram– la pequeña escuela que le permitía ejercer con más holgura su dedicación investigadora. Marchar a París no entraba todavía en sus planes. Allí, en su aula de la planta baja de la casa paterna, sus alumnos adquirían el conocimiento de lo preceptivo. Sin embargo, lo interesante, lo novedoso es que Antonio incorporaba a su enseñanza de todos los días comentarios de lo que más le apasionaba: la transmisión de la historia de su municipio, desconocida por sus estudiantes.