Los géneros a través de sus programas de mano

lunes 21 de abril de 2014 - 13:32 CEST

No son pocas las aproximaciones que permite el estudio de los más de cinco mil programas de mano que conforman la colección de Tomás Quintero Hernández. Recopilados a lo largo de más de cuarenta años, este frágil material publicitario tiene un valor histórico indudable, constituye un documento precioso en el que han quedado fijados en el tiempo los gustos cinematográficos de los espectadores canarios durante todos esos años.

Desde que se convirtió en un arte popular, el cine estableció una sorprendente conexión con la realidad social que lo hacía posible. Las carteleras se convirtieron en un singular termómetro sociológico y las campañas publicitarias son, para la historia del cine, una herramienta de incalculable valor para reconstruir el marco de temas, conceptos y valores sociales imperantes en cada momento histórico. Las creaciones de estos artistas, no siempre bien reconocidas, cautivaron sobre el papel los sueños de su público, atraparon con sus dibujos y sus colores llamativos la imaginación de un pueblo que, precisamente en esas décadas, vivió uno de los períodos más duros de toda su historia.

Ni por su estilo, ni por la variedad de los formatos en los que se presentaron a su público, nada tienen que ver los programas de los años treinta (los más escasos en la colección) con aquellos concebidos e impresos durante la dictadura. Pero sin embargo, si se presta atención al terreno de los géneros cinematográficos, podemos encontrar la persistencia de algunos de ellos a lo largo de todos esos años. Los primeros programas de la colección, que se remontan a los prolegómenos del cine sonoro, ya dan cuenta, por ejemplo, de cómo los musicales obtuvieron muy rápidamente el favor del público en todos los rincones del planeta. Canarias en ese sentido no fue una excepción y las salas del archipiélago estrenaron, desde muy temprano, películas musicales de todo tipo y condición, desde las más sofisticadas comedias musicales de Hollywood hasta las operetas alemanas de la Alemania nazi, pasando por nuestras versiones folklóricas del género. Otro tanto ocurrió con las películas de indios y vaqueros o el cine policiaco que, gracias al favor dispensado por sus incondicionales aficionados, tuvieron una presencia recurrente en la programación de los locales cinematográficos de nuestro archipiélago.

Gustó mucho el público de la posguerra del cine mejicano. Disfrutaba con la intensidad de los melodramas de María Félix, la imagen idealizada del charro encarnada en Pedro Infante, los presuntuosos pavoneos de Jorge Negrete o el humor de Germán Valdés, Tin-Tan. Pero nadie hizo sombra a la figura de Cantinflas. Nadie como él conectó con los espectadores del franquismo. Cantinflas era la encarnación de los valores de la gente humilde, trabajadora, aquella que, viviendo en los barrios marginales, sobrellevaba sus penurias con ingenio y astucia. Como Chaplin, Mario Moreno fabricó una iconografía fácilmente reconocible para su desarrapado «peladito» que, de manera sagaz, complementó con su singular estilo de hablar. Cantinflas hilaba sus incomprensibles discursos al margen de toda lógica gramatical, sus frases se construían, a una velocidad de vértigo, por acumulación, salpicándolas con ambigüedades, incongruencias y aliteraciones, aparentando un conocimiento que no tenía. Era un humor del sinsentido, casi surrealista que saboteaba desde sus cimientos las convenciones sociales y que, frecuentemente, ponía en evidencia a las clases dirigentes.