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lunes 21 de abril de 2014 - 13:31 CEST
Durante décadas el dictado fue militar y la música, religiosa. Los valores asociados a uno y otro ámbito fueron inculcados izando cruces y banderas. Acabada la guerra, el nuevo régimen se apresuró a consolidarse en el poder y neutralizar a la sociedad civil con políticas que perseguían, de manera insistente, extender un discurso oficial y único trenzado con conceptos como patria, orden, disciplina, jerarquía y virilidad. Liberada de la triple amenaza formada por judíos, masones y comunistas, un país, grande y libre, transitaba ahora por caminos imperiales. Había que reestablecer el orgullo de ser español y reescribir la historia de España al gusto y conveniencia de la clase dirigente. Se proyectó una visión heroica del pasado imperial. Los logros de tiempos pretéritos fueron, a partir de ese momento, el basamento sobre el que se elevarían todas las glorias futuras.
El régimen se apropió de la Reconquista, el Mío Cid fue suyo, Isabel y Fernando serán más católicos que nunca, las hazañas de Colón y de los conquistadores son continuamente pregonadas, el reinado imperial de Carlos V y su hijo, Felipe II, sobre un imperio donde nunca se ponía el sol será rememorado con jactancia y en la homérica lucha de los españoles contra los franceses en la Guerra de Independencia, se encontró el fundamento histórico para el rechazo nacional a toda influencia o dominación extranjera. El cine de la primera posguerra se convirtió, en ese sentido, en una correa de transmisión perfecta que, rápidamente se puso al servicio de los intereses de la dictadura. Si los hechos históricos se reescribían en los palacios y cuarteles, los libros de texto en los colegios y las películas en las pantallas fueron los que coadyuvaron a la visualización de este nuevo relato. Toda la publicidad cinematográfica de estos años iniciales del franquismo da cuenta de este giro copernicano.
No todo fue prosopopeya autoritaria y retórica católica; en la producción franquista hubo mucho cine leve y espumoso que, reforzando los objetivos del régimen, ofreció a los espectadores puro y simple entretenimiento. Los espectadores no querían o no les dejaron enfrentarse a su cruda realidad. Más bien optaron por mirar hacia otro lado, para tratar de olvidar en la oscuridad de la sala las restricciones económicas, el racionamiento, el control político, las arbitrariedades de las autoridades y, siempre que se podía, también dejar a un lado, en una butaca de la última fila, la moral asfixiante impuesta por la Iglesia Católica y su santísimo clero.
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