«… y así, está la experiencia
en contra de la filosofía…»
Las crónicas canarias primero y más tarde las indianas y pacíficas, trajeron a Europa una copiosa información local y una renovación conceptual, que abrió, como en el resto de los descubrimientos, puertas al conocimiento. Los conquistadores y misioneros españoles fueron más allá de lo conocido, pero llevaron sus patrones culturales y llamaron a las cosas nuevas, para identificarlas, con nombres viejos. Al volcán lo denominaron con el genérico de siempre. El Etna, el modelo, iba en el equipaje mental del descubridor. Y con él, en la biblioteca del navegante, las explicaciones de los maestros clásicos: Aristóteles, Plinio, Agrícola, San Agustín y Alberto Magno.
El contacto o confrontación con la realidad fue para los españoles un descubrimiento, una aportación y una revisión. López de Gómara señalaba, con la cita que encabeza este texto, lo mucho enseñado por el terreno frente a lo poco aprendido en los libros.
La experiencia viajó desde Canarias a México y desde aquí a los confines de la exploración andina, con especial intensidad en Guatemala, Nicaragua, Perú y Ecuador, pero también alcanzó las aguas del inmenso mar Pacífico. Para los conquistadores el volcán activo, desde la explosión al lago de lava, es un descubrimiento al que incorporan los patrones europeos de comprensión: del Etna, para la erupción o del Teide, para el azufre, del Vesubio, para la catástrofe y del Heckla, para el hielo de las altas cimas.
De un modo o de otro, el resultado fue un caudal de conocimientos y observaciones, vertido, devuelto, corregido y aumentado al Renacimiento europeo, con una parcial revisión de la ciencia aristotélica por teorías derivadas más o menos innovadoras.

