De la cocina a los libros

Introducción a la historia de la nutrición

Néstor Benítez Brito

La ciencia de la nutrición, una disciplina relativamente reciente, comenzó a tomar forma a finales del siglo XVIII con los estudios en calorimetría, y se consolidó a principios del siglo XIX con el descubrimiento de los macronutrientes [1]. Más adelante, el siglo XX se distinguió por un enfoque más minucioso, con numerosos descubrimientos relacionados con los micronutrientes, microorganismos y sustancias elementales en el campo de la nutrición.

En el año 1912, Casimir Funk acuñó el término «vitamina» por primera vez. Hasta entonces, se habían descrito diversas enfermedades carenciales como el escorbuto, el beriberi, el raquitismo, la pelagra y la xeroftalmia, y se había observado que ciertos alimentos ayudaban a curarlas. Sin embargo, no fue hasta la utilización de modelos animales que se identificaron las sustancias hidrosolubles y liposolubles responsables de estos estados carenciales [2].

Cinco años más tarde, en 1917, David John Davis reconoció las vitaminas como esenciales en la nutrición humana [1]. En la primera mitad del siglo XX, las grasas alimentarias se consideraban una fuente de energía y de vitaminas liposolubles. Sin embargo, en 1929, George y Mildred Burr destacaron por primera vez la importancia de los ácidos grasos, demostrando que el ácido linoleico previene enfermedades por deficiencia. Para 1930, también se describió la función del ácido α-linolénico [3-4]. No obstante, el gran avance se dio en la década de 1970, cuando se estudió la correlación entre la baja incidencia de enfermedad coronaria aterosclerótica en los esquimales de Groenlandia y los lípidos marinos en su dieta. Esto dio paso a la investigación del EPA y el DHA y estimuló el interés por la relación entre la nutrición y la salud [5].

Además de los micronutrientes, los microorganismos también despertaban interés. A principios del siglo XX, el microbiólogo Elie Metchnikoff destacó la importancia de la microbiota intestinal en la salud, la posibilidad de modificarla, y el papel de los yogures al aportar bacterias beneficiosas. Llegó a estas conclusiones basándose en estudios de poblaciones búlgaras muy longevas que consumían grandes cantidades de lácteos fermentados. Más adelante, con el auge de los antibióticos y sus consecuencias sobre los microorganismos a nivel intestinal, surgió el término «probiótico», que fue aceptado en la medicina y la veterinaria en 1980 [6].

Otro hito de gran relevancia fue el desarrollo de la teoría de la energía. Aunque el concepto de «caloría» ya era conocido, fue durante estas décadas que se comenzó a comprender cómo calcular las calorías de manera sistemática en los alimentos. El químico Olin Atwater y el nutricionista Francis Gano Benedict, realizaron estudios de calorimetría que contribuyeron a la definición de estándares metabólicos individualizados y a la estimación de la composición de los alimentos [7-8].

Simultáneamente, en 1932, Max Rubner formuló la ley de isodinamia, proponiendo equivalentes entre proteínas, carbohidratos y lípidos basados en su valor calórico. Esto llevó a la aceptación de valores de 4 kcal por cada gramo de proteína o carbohidrato y 9 kcal por cada gramo de grasa [9].

Estos avances permitieron establecer nuevas relaciones nutricionales de interés para la educación nutricional, la prescripción dietética y la terapéutica. A partir de entonces, se incrementaron los estudios que moldearon las nuevas tablas de composición de alimentos, las recomendaciones diarias según la edad, la creación de grupos de alimentos con objetivos nutricionales específicos y, de manera significativa, se mejoró el consejo dietético para la población con diabetes [10].

Durante esta época, también se avanzó significativamente en la difusión del conocimiento en materia de nutrición y salud más allá de la comunidad científica hacia la población en general. Entre 1991 y 1993, el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) publicó la primera pirámide alimentaria ampliamente utilizada [11]. Este modelo inicial inspiró a múltiples países y organizaciones a realizar adaptaciones según el país, la edad, el colectivo y otros factores.

En 2005, la USDA incluyó la importancia de la actividad física en sus recomendaciones y, en 2010, implementó un nuevo modelo llamado «Mi Plato». Un año más tarde, la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard corrigió y presentó este modelo como el conocido «Plato de Harvard». En España, estos prototipos fueron adoptados y ajustados a las características de la población, dando lugar a modelos como la pirámide alimentaria de la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria (2015), la pirámide NAOS y la pirámide de la dieta mediterránea.

Además de las guías nutricionales, se fijan múltiples estrategias de salud pública en materia de alimentación. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS), aprobó la Estrategia Mundial sobre régimen alimentario, actividad física y salud, en el año 2004, promoviendo una dieta saludable y la realización de actividad física para reducir la carga de enfermedades no transmisibles (ENT)[12].

Un año después, en 2005, el Ministerio de Sanidad de España lanzó la Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad (NAOS), que pretendía invertir la tendencia de la incidencia de obesidad y, con ello, reducir sustancialmente las altas tasas de morbilidad y mortalidad atribuibles a las ENT [13].

El conocimiento de los consumidores ha progresado mucho en los últimos años; en los países miembros de la Unión Europea se han establecido normativas claves en el etiquetado de alimentos y bebidas para fomentar una elección basada en garantías de calidad, salud y bienestar ambiental. Así, el Reglamento 1924/2006, recoge por primera vez en Europa las características que deben cumplir los alimentos y bebidas para realizar declaraciones nutricionales y comunicaciones comerciales, mientras que el Reglamento 432/2012, ofrece una lista de alegaciones de salud positiva. Por último, el Reglamento 1169/2011, actualiza la información que se debe facilitar al consumidor, especificando aspectos obligatorios y voluntarios referentes al etiquetado, presentación y publicidad de los productos alimenticios [14-15].

Bibliografía:

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