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La conspiración del siglo: ¿Estamos cediendo nuestro poder a las élites sin darnos cuenta?

5 de julio de 2025

 

¿Es el pueblo la voz del país o simplemente estamos siendo engañados? En pleno siglo XXI, la democracia sigue siendo el estandarte de las sociedades libres. Sin embargo, crece la sospecha de que sus cimientos están siendo erosionados por fuerzas que operan fuera del alcance público. Votamos, protestamos, debatimos… pero, ¿decidimos algo realmente? 

Según el informe State of Democracy 2024 de Ipsos, más del 50% de los españoles se declara insatisfecho con el funcionamiento de su sistema democrático, y un 68% cree que este solo beneficia a las élites económicas y políticas (State of Democracy 2024, Ipsos). Así, la confianza se desvanece, y con ella, la ilusión de que el poder reside en el pueblo. Esta sensación de vacío político nos lleva a preguntarnos: ¿estamos viviendo en una democracia… o en su simulacro? 

Para entender este fenómeno, no solo es necesario un análisis político, sino también una reflexión filosófica. Platón ya lo advirtió en su obra (La República, 387 a. C); “si el pueblo no educa a sus gobernantes en la virtud, el poder caerá inevitablemente en manos de los ambiciosos y corruptos. Por tanto, quizás el problema no reside únicamente en el sistema, sino también en nuestra pasividad como ciudadanos y en la falta de una cultura política activa.” 

Aunque en apariencia los gobiernos representan a sus ciudadanos, los verdaderos centros de poder parecen estar en otros lugares. Las decisiones clave sobre economía, salud, tecnología o medio ambiente responden, cada vez con más frecuencia, no a la voluntad popular, sino a los intereses de una minoría privilegiada con acceso directo a los núcleos de decisión. Se trata de grandes fortunas, corporaciones multinacionales, fondos de inversión como BlackRock o Vanguard, y plataformas tecnológicas que manejan más información que muchos Estados. 

Para ilustrarlo con datos, según Oxfam, “el 1% más rico del mundo acapara casi el doble de riqueza que el 99% restante” (Oxfam International, 2023). Y no solo se trata de dinero: este reducido grupo influye en leyes, financia campañas políticas y posee buena parte de los medios de comunicación. A esto se suma una red global de fundaciones, think tanks y organismos internacionales que actúan como corredores de influencia, muchas veces sin responder ante ningún votante. 

En consecuencia, este poder invisible no necesita presentarse a elecciones. Opera desde despachos inaccesibles, acuerdos cerrados y lobbies discretos. Y, sin embargo, sus decisiones afectan a cada aspecto de la vida cotidiana. Aquí conviene retomar a Nietzsche, quien afirmaba que “el poder embriaga” (Friedrich Nietzsche). Tal vez, más que el poder en sí, lo que corrompe es el tipo de persona que lo desea a toda costa. En este sentido, cabe preguntarse: ¿puede alguien mantenerse íntegro en un sistema que premia el egoísmo, la manipulación y la acumulación sin límites?

Volviendo al plano político, las campañas electorales, en teoría, representan un espacio para que las ideas compitan en igualdad de condiciones. Pero en la práctica, quien más dinero tiene, más posibilidades tiene de ganar. Esta distorsión convierte a la democracia en un juego desigual, donde el acceso al poder depende más del respaldo económico que del respaldo ciudadano. En países como Estados Unidos, los super PACs (comités de acción política) canalizan miles de millones de dólares a favor de ciertos candidatos, muchas veces sin transparencia real. 

Europa no es ajena a estas dinámicas. Escándalos como los Uber Files han revelado cómo grandes empresas presionaron a políticos para modificar leyes laborales a su favor. No se trata solo de donaciones, sino de una red de influencias donde quienes financian campañas luego exigen favores a cambio. Además, muchos exdirigentes públicos acaban trabajando para estas mismas empresas: un fenómeno conocido como “puertas giratorias”. El resultado es una democracia cada vez más condicionada, donde las reglas no las escriben los ciudadanos, sino quienes pueden pagarlas. 

Por otra parte, la opinión pública, fundamento esencial de cualquier sistema democrático, rara vez se forma de manera libre e independiente. Gran parte de lo que creemos saber sobre el mundo lo aprendemos a través de los medios de comunicación, y muchos de estos están en manos de los mismos grupos económicos que influyen en la política. En España, el grupo PRISA controla buena parte del contenido informativo y educativo; en Estados Unidos, empresas como Comcast o News Corp dictan la agenda de millones de personas. 

El problema no es únicamente la concentración de propiedad, sino también la línea editorial dirigida por intereses económicos o políticos. Ciertos temas se sobredimensionan y otros simplemente desaparecen del debate. Durante la pandemia, muchas voces críticas quedaron excluidas de los principales medios. En conflictos como el de Gaza o en protestas sociales masivas, la cobertura mediática ha sido selectiva y, en ocasiones, abiertamente sesgada. 

Además, el auge de las redes sociales no ha corregido este desequilibrio: lo ha reforzado. Plataformas como Facebook o X priorizan contenido que genera clics, no necesariamente verdad. Los algoritmos invisibles, optimizados para el engagement, filtran lo que vemos… y lo que no. Esta burbuja informativa produce una ciudadanía polarizada y desinformada, fácilmente manipulable. 

En este contexto, resulta inevitable preguntarse: ¿qué queda del ideal democrático? El mundo está lleno de urnas, pero escaso de poder real en manos del pueblo. Mientras los discursos democráticos prometen libertad y participación, la realidad demuestra que el control se ejerce desde lugares donde no llegan las papeletas. 

Entonces, la pregunta ya no es si estamos gobernados por élites, sino por qué seguimos aceptándolo. ¿Y si la verdadera revolución no fuera salir a la calle, sino empezar a mirar con otros ojos las noticias, las elecciones y a quienes repiten siempre en el poder? 

En última instancia, la corrupción no es solo un fallo del sistema: es también un espejo de nuestra condición humana. Como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de preguntarnos no sólo qué instituciones queremos cambiar, sino también qué tipo de humanidad estamos construyendo. Porque el poder no solo revela a los corruptos… también desnuda la indiferencia de los que miran hacia otro lado.

Autora: Marta Ibarra Paredes IES Costa Teguise 

 


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Artículo, Hipótesis, Universidad de La Laguna