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La ternura del método: el lado invisible de la ciencia

11 de septiembre de 2025

 

 

¿Por qué dedicar la vida a investigar? ¿para qué sumergirse en un mar de datos y experimentos, en busca de respuestas que quizás nunca lleguen? Preguntas como estas suelen responderse con un idealismo casi heroico. Amor por el conocimiento, vocación, pasión por descubrir. Todo eso es cierto, pero no es lo único. Cada investigador realiza con su trabajo una acción humana, y por lo tanto está acompañada de inseguridades, pero también de ilusiones, de una necesidad humana de sentirse realizado. 

Por supuesto que investigar no deja de ser un romanticismo. Buscamos mejorar el mundo. Ojalá con una contribución enorme, pero la ternura no radica ahí, radica en el convencimiento de que cualquier pequeño avance es fundamental para que todo el engranaje del conocimiento siga funcionando, gracias al trabajo, muchas veces ingrato, de todos los que investigamos. Y como todo esfuerzo humano, no es perfecto, tiene bondades, pero también limitaciones. 

Vivimos en unos tiempos complicados, donde los grandes desafíos globales exigen respuestas rápidas, y al mismo tiempo rigurosas (¡no es fácil!). Sin duda en la ciencia están las soluciones, con todas sus disciplinas, pero no podrá ayudar si no entendemos el contexto socio-económico y cultural de los problemas. Y por eso la ciencia debe aprender a escuchar. Porque un investigador no puede trabajar aislado de la realidad. No basta con saber mucho; hay que saber para qué y para quién se investiga. La empatía, tantas veces olvidada, es una herramienta tan valiosa como cualquier microscopio. No podemos permitirnos el lujo de olvidar que detrás de cada desafío al que se enfrenta un investigador hay una vida, hay una historia personal, tan importante como la de cualquier otra persona. Y que nuestro trabajo solo tiene sentido si contribuye, de algún modo, a mejorar esas realidades, al menos en esa idea original o en ese descubrimiento fortuito que podría ser el inicio de una nueva revolución. 

A veces, esa conexión con lo humano ocurre en los momentos más inesperados. Cuando algo no funciona en el laboratorio, debemos obligarnos a pensar que ese experimento “fallido” de algo servirá, incluso si no lo parece ahora. Porque estamos aprendiendo, y en cada intento también nos transformamos. Y es que esto para mí resume algo mágico, y es que investigar no solo puede cambiar el mundo, sino que nos cambia a nosotros por dentro. 

También hay otra verdad que debemos normalizar: investigar puede ser profundamente gratificante. No solo por el impacto social que nos gustaría que tuviera, sino también por la satisfacción de resolver un problema, o darse cuenta de algo que nadie antes había observado, eso es algo extraordinario. Y esa gratificación no tiene por qué ser vista como algo egoísta. Todas las personas necesitamos sentir que lo que hacemos importa. Que nuestro esfuerzo tiene algún valor. Que somos reconocidos por lo que aportamos. 

Y sí, claro que hay una dimensión personal en la investigación. Claro que hay ambición, porque eso no deja de ser un motor de progreso. Nadie puede negarlo. Hay quien busca estabilidad, otros aspiran a reconocimiento. Algunos sueñan con premios y otros simplemente quieren tener un espacio donde pensar. Todo eso está bien. La auténtica clave está en que esa motivación debe convivir con el compromiso ético y el propósito social, y por lo que yo he podido vivir diría que no tiene por qué haber contradicción alguna. Somos humanos, no máquinas de producir artículos, o al menos es lo que no deberíamos ser. 

El problema aparece cuando el sistema científico se convierte en una carrera de obstáculos, en la que solo parece premiarse la cantidad y no la calidad, el impacto inmediato y no el pensamiento profundo, la visibilidad mediática y no la coherencia. Porque sin financiación, sin reconocimiento, sin condiciones dignas, no hay ciencia posible. Y eso genera un círculo vicioso, y, por ende, peligroso: quienes más apoyo reciben, más pueden investigar, y por tanto más pueden publicar y volver a recibir apoyo. Pero quienes quedan fuera, quienes luchan por avanzar con pocos medios o desde contextos desfavorecidos, muchas veces se ven obligados a abandonar, perdiendo un capital humano y científico incalculable. 

Peor aún, esa presión constante por producir, por destacar, por cumplir con métricas que poco tienen que ver con la esencia de la investigación, empuja a algunas personas al borde de la desesperación. A veces, incluso, hasta ese límite difuso en el que la ética se resquebraja. Y cuando eso ocurre, perdemos todos. Porque una ciencia sin ética es una ciencia que se traiciona a sí misma. Y todo esto es lo que nos hace olvidar la belleza infinita que hay en la investigación, motivada por el deseo de entender un poco mejor el mundo donde todos estamos interconectados, como si de un gran cerebro se tratara donde cada uno somos una célula neuronal. 

Por eso, necesitamos no solo más ciencia, sino mejor ciencia. Una ciencia que no olvide a las personas que la hacen posible. Que entienda que detrás de cada artículo hay innumerables horas de trabajo, de ensayo y error, de frustración y de ilusión. Que valore también los resultados negativos, los fracasos honestos, las dudas bien formuladas. Que abra espacio a la creatividad y no solo a la productividad. Que incluya la voz de quienes tradicionalmente han estado al margen. Y que sepa mirar hacia dentro con espíritu crítico y hacia fuera con responsabilidad. Me gustaría no estar sólo en estos pensamientos … 

El futuro de la ciencia, y por tanto de nuestra sociedad, no se construye solo con laboratorios bien equipados o con métricas de impacto. Se construye con investigadores que no se cansen de aprender porque tienen la capacidad de hacerse preguntas difíciles, de emocionarse con una simple idea, de escuchar a otros, y sobre todo de comprometerse con su entorno, ese es el lado invisible de la ciencia. Investigar no es sólo un privilegio, sino una responsabilidad. Y también con personas que se permitan soñar. Porque en cada investigación hay un acto de fe en el futuro. Hay una apuesta por lo que aún no se conoce. Una semilla que puede tardar años en germinar, pero que un día, irónicamente sin avisar, puede cambiar el rumbo de una tecnología, el de la humanidad. Puede sonar pomposo, pero no lo es. Porque si no somos capaces de creer en el valor de lo que hacemos, ¿quién lo hará?

 Más allá de posibles reconocimientos, cada mañana, investigadores de todo el mundo se levantan pensando que su trabajo tiene un propósito (o al menos así debería ser). De que, con cada experimento estamos poniendo nuestro pequeño, pero grandioso, granito de arena a un conocimiento que es de todos. Porque así lo vivimos muchos. Cada esfuerzo y cada idea, suma. Cada intento honesto por mejorar el mundo tiene un valor inmenso, aunque no siempre se reconozca. La ciencia no necesita héroes, sino personas comprometidas, humildes, persistentes. Y aunque muchos nunca recibamos un Nobel, nos sentimos profundamente orgullosos de formar parte de esta aventura llamada ciencia. Porque en ella encontramos sentido, responsabilidad y también esperanza. 

Y es que eso es todo lo que un científico debería necesitar para seguir adelante.

Autor: David Díaz 


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Número 18 Artículo, Hipótesis, Universidad de La Laguna 

ISSN 3045-7017

Química Orgánica

Doctor por la Universidad de La Laguna con la tesis Uso de complejos de acetilenos con CO2 (CO)8 en síntesis estereoselectiva desde hidrocarburos lineales hasta éteres cíclicos polifuncionalizados 2002. Dirigida por Dr. Víctor Sotero Martín García.