FacebookXWhatsAppCopy k
Cada mañana, al despertar, nuestro cuerpo ya está en acción. Una de las primeras hormonas que entra en escena es el cortisol, una molécula fundamental para la regulación del metabolismo y la respuesta al estrés. Su liberación sigue un ritmo diario: alcanza su punto más alto al amanecer para mantenernos alerta y activos, presenta un aumento moderado por la tarde y desciende al mínimo durante la noche para facilitar el descanso. Además de regular la energía que necesitamos para afrontar el día, también controla los niveles de azúcar en sangre y modula la respuesta del cuerpo ante situaciones de estrés. De hecho, su presencia en nuestro organismo es un legado evolutivo: en tiempos remotos, nos preparaba para reaccionar rápidamente ante amenazas como el ataque de un depredador o la necesidad de encontrar alimento. Sin embargo, en la actualidad, nuestro estilo de vida ha cambiado drásticamente. El ritmo frenético de la sociedad y la constante exposición a la tecnología han alterado la regulación natural de esta hormona. A diferencia de nuestros ancestros, que experimentaban picos de cortisol en momentos concretos de peligro; hoy, muchas personas mantienen niveles elevados de esta hormona durante largos períodos de tiempo, lo que se conoce como estrés crónico.
Pero el cortisol no solo sigue este patrón natural, sino que también actúa como un sistema de alarma ante situaciones de peligro. Cuando el cerebro percibe una amenaza, se activan las glándulas suprarrenales para liberar grandes cantidades de esta hormona. Este proceso, que en nuestros antepasados resultaba clave para escapar de depredadores o enfrentarse a situaciones extremas, prepara al cuerpo para reaccionar rápidamente: el corazón se acelera, la presión arterial aumenta y los músculos reciben un extra de energía para reaccionar rápidamente. Ahora, sin embargo, las amenazas han cambiado: no huimos de depredadores, sino que enfrentamos plazos de entrega, presiones laborales o preocupaciones económicas. Nuestro cuerpo, sin embargo, no distingue entre una amenaza física inminente y un desafío emocional prolongado. De modo que reacciona de la misma manera generando una activación constante que, a largo plazo, puede ser perjudicial.
¿Qué efectos puede tener esto en nuestra salud? La ciencia aún no tiene una respuesta definitiva, pero las investigaciones han revelado consecuencias preocupantes. Un nivel elevado y constante de cortisol puede afectar negativamente al cerebro, dañando estructuras como el hipocampo, que es clave para la memoria y el aprendizaje. Esto significa que las personas sometidas a un nivel alto de cortisol pueden experimentar problemas de concentración y dificultad para retener información. El sistema inmunológico también sufre consecuencias. Aunque en situaciones puntuales el cortisol tiene un efecto antiinflamatorio, su presencia sostenida puede generar el efecto contrario. Un estrés prolongado debilita nuestras defensas, haciendo que seamos más propensos a infecciones y enfermedades. Incluso se ha observado que puede aumentar la inflamación en el cuerpo, lo que se asocia con enfermedades crónicas como la diabetes tipo 2 y trastornos cardiovasculares. Por otro lado, altera el equilibrio de neurotransmisores en el cerebro, lo que afecta la regulación emocional y puede aumentar la sensación de agotamiento. Esta alteración está asociada con un mayor riesgo de ansiedad, fatiga e incluso depresión.
Uno de los sistemas más afectados por este proceso es el cardiovascular. El estrés prolongado puede elevar la presión arterial de forma persistente, aumentando el riesgo de hipertensión. También puede alterar el ritmo cardíaco y favorecer la acumulación de placas en las arterias, incrementando la probabilidad de infartos y accidentes cerebrovasculares. Vivir en un estado de alerta constante desgasta el organismo y reduce su capacidad de recuperación.
Dado el impacto del cortisol en la salud, la comunidad científica ha desarrollado tecnologías innovadoras para monitorear los niveles de cortisol en tiempo real. Sensores integrados en parches cutáneos, dispositivos portátiles o incluso en relojes inteligentes podrían ofrecer una forma sencilla y no invasiva de monitorear el estrés. De este modo, la información permitiría detectar alteraciones y se podría anticipar a los problemas que conlleven el estrés crónico en la salud, facilitando el diseño de estrategias personalizadas para reducir su impacto.
Pero la verdadera revolución de estos dispositivos no solo radica en la medición del estrés, sino en su capacidad para evaluar la efectividad de distintas estrategias para controlarlo. Estrategias como la meditación, el ejercicio físico, la respiración profunda y la atención plena han demostrado ser eficaces para regular la respuesta del organismo al estrés, aunque su impacto varía en cada persona. Con la monitorización continua del cortisol, sería posible conocer en tiempo real qué prácticas funcionan mejor para cada individuo y ajustar las intervenciones de manera más precisa.
En un mundo que avanza a un ritmo acelerado, contar con herramientas que nos ayuden a comprender y gestionar el estrés se vuelve más necesario que nunca. Monitorizar el cortisol no sólo podría ayudarnos a detectar desequilibrios antes de que afecten nuestra salud, sino también a optimizar el bienestar personal, adaptando las estrategias de relajación a nuestras necesidades específicas.
Autores: Vanesa Déniz Santana y Soledad Carinelli
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 18 Artículo, Hipótesis, Universidad de La Laguna
https://doi.org/10.25145/j.revhip.18.10
ISSN 3045-7017
Instituto Universitario de Tecnologías Biomédicas
Graduada en Química, especializada en Nanociencia y nanotecnología por la Universidad de La Laguna (ULL). Actualmente, se encuentra formándose en el doctorado de Ciencias Médicas, Farmacéuticas, Desarrollo y Calidad de Vida.
Doctora por la Universitat Autònoma de Barcelona con la tesis Biomarker detection for global infectiuos diseases based on magnetic particles 2019. Dirigida por Dr/a. María Isabel Pividori.