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Canarias 8000, crónica de una aventura

viernes 25 de junio de 2004 - 00:00 GMT+0000

El Aula de Turismo Cultural del Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Institucionales organizó en junio una expedición al monte Mckinley (Alaska), el más frío del mundo. El grupo de aventureros lo formaron Pedro Millán del Rosario, codirector del aula, Antonio López Perera, Julia Reolid González, Lucas Lorenzo Sala y Alberto Peláez Martínez. Reproducimos a continuación la crónica de las últimas jornadas de su aventura, escrita por los propios expedicionarios.El diario completo del viaje puede consultarse en www.canarias8000.ull.es.

5 de junio de 2004
El descenso

La guagua circula por el downtonw (el centro) de Anchorage, la capital de
Alaska. La gente que va en ella son trabajadores de diferentes razas, con la
mirada cansada y perdida después de un largo día de trabajo. Alguno duerme, otros escuchan música con enormes cascos. Salimos de la zona de grandes
edificios y pasamos junto a enormes parques, llenos de gente que juega al
baseball, al baloncesto o, incluso, al fútbol. Parece la hora del deporte de
tanta gente que hay congregada.

Son las 9 de la noche, pero el sol deslumbra tanto que las gafas de sol no sobran, al contrario. Mucha gente va en manga corta, y es que no hace frío, salvo cuando una nube tapa el horizonte y nos tapa los reconfortantes rayos. Un hombre negro que va justo delante cabecea y se le cae la gorra al suelo. Los sentidos que tenemos ocultos y tapados en nuestra vida convencional, entre bosques de cemento y ríos de asfaltos están tan despiertos que duelen, nos fijamos en cada detalle de la vida cotidiana que desfila ante nuestros enrojecidos ojos. Y es que nuestra estancia en el Denali nos ha devuelto los sentidos perdidos. No sabemos por cuanto tiempo.

Hace dos días que llegamos a tierra. Hace dos días que abandonamos el mundo de la nieve y el hielo. Estamos disfrutando de nuevo de las comodidades y ventajas de la civilización. Es como si estuviéramos reeducándonos de nuevo y valoramos todas y cada una de las pequeñas cosas que nos brinda la vida. Desde sentarnos en una silla, ducharnos, lavarnos – hay casi un ansia compulsiva de lavarnos las manos con jabón-, dormir en una cama, escuchar música o, simplemente, contemplar a la gente que viaja en una guagua. Lo cierto es que habíamos previsto estar aun en el Mckinley pero por suerte, terminamos antes. Y, cómo terminamos?…

Son las 10 de la mañana de un día de principios de junio. La verdad es que
tengo dificultades para saber que día y a que fecha se corresponde. Lo único
que tengo claro es el tiempo que llevamos en esta inclemente montaña, que nos ha permitido ascender a su cumbre. Es el tercer día desde que bajamos del campo de altura. Estamos ligeramente atrapados por una tormenta de nieve que empezó justo cuando descendíamos de la cima. La cosa está mas bien oscura o, mejor dicho, blanca. Entre la niebla y la nieve que no cesa de caer, el horizonte es tan blanco que necesitas gafas todo el tiempo. Ayer pasamos todo el día descansando, retozando en las calidas tiendas de campaña. Aburridos pero felices, gastamos uno tras otro todos los temas de conversación posibles.

Y es que hay que ver lo lento que pasan las horas cuando uno no hace nada de nada. Pero hay un ambiente magnifico. La satisfacción de la labor cumplida y por todos. Nadie se siente excluido de la fiesta y todos tenemos la sonrisa
pintada en los labios. Cuan diferente seria esta situación, atrapados en una
tienda, con la responsabilidad de tener que ir para arriba, mientras la vía se
va tapando paulatinamente con cuatro palmos de nieve. Comprobamos a nuestro alrededor esta situación y suspiramos aliviados por haberla superado hacepocos días.

No queremos esperar más. Tenemos ganas de abandonar este campamento, el Medical Camp (4.300 m.), y llegar al lugar donde nos pueda recoger la avioneta para conducirnos al pueblo de Talkeetna, que promete una calidad de vida añorada y casi olvidada, pollo, papas fritas, cerveza y una cama. Quién puede pedir más? Nosotros no.

Alberto, la «locomotora humana», se levanta el primero, cuando el termómetro marca -13 C para fundir nieve para un cortado con leche condensada, para
todos y -hábilmente- nos miente un poquito. Nos dice que el tiempo no es tan
malo y que hace -4 C. Un tiempo casi veraniego, a las 10 de la mañana en esta montaña. Remoloneando y entre bromas, nos vamos preparando uno tras otro, recogiendo sacos, equipo y aislantes. Como casi siempre, mientras recogemos o montamos un campamento, arrecia la nevada y alguien descubre la trampa deAlberto. Le regañamos cariñosamente. Pero ya es demasiado tarde, la decisión está tomada. Nos vamos para abajo. Hay que abrigarse que hace frió y nos podemos acatarrar.

Desmontar un campamento estable en una montaña como el Mckinley es un proceso laborioso y largo. Básicamente, porque hay que llevarse sobre tus hombros o en tu «querido» trineo todo lo que te has subido. Y, por experiencia, sabemos que la bajada de esta montaña «promete» ser bastante divertida. En especial, con la nevada que nos está cayendo. Nos sobra comida y combustible para otros 10 días, que eran las fechas previstas de estar intentando la cumbre. Y pesa una barbaridad. Pero, afortunadamente, el revuelo que hemos montado no ha pasado desapercibido para nuestros amables «vecinos». Se acercan para despedirnos.

Una expedición comercial, liderada por Garrido, un celebre montañero aragonés, acude y entre bromas y alegría comienza la subasta de comida liofilizada, infusiones y sopas de sobre. Evidentemente, regalamos la comida. Y ellos descubren nuestras exquisiteces mejor guardadas, atún español en sobres, gofio canario, chocolate, frutos secos. Luego vienen las fotos de la concordia.

Gente de toda España con los canarios y el estandarte oficioso de la
expedición, el gigantesco plátano de Canarias, amarillo e inflable (picado),
destinado a ser el flotador de Irene – la hija de Pedro- en el calido verano
canario del 2004. Se van. Llegan escaladores coreanos, anhelantes de algo de comidas energéticas; recias, aguerridas y simpáticas esquiadoras extremas
norteamericanas; montañeros canadienses, que rebañan el combustible y lo poco que queda de comida. Y, por fin, nos quedamos solos. El campamento recogido, los trineos a punto y las mochilas listas. Y como suele pasar en estos casos, es el peor momento del día. Nieva a raudales, la huella está prácticamente tapada y la visibilidad está de vacaciones. En definitiva, un día magnifico para hacer montaña. Extrañamente, nos ponemos en marcha.

Tan mal está la cosa que decidimos -por segunda vez en este viaje, encordarnos y bajar tan juntos como sea posible. Vamos tapados hasta las cejas con el equipo de goretex, pasamontañas y guantes. Mientras avanzamos trazamos un nuevo surco en el mar de nieve recién caída. Enlazamos los trineos con nuestros arneses con la vana esperanza de controlarlos mejor. En el momento en que comienzan las primeras bajadas el trineo de Lucas cobra vida y comienza a dar vueltas de campana como en un juego de ordenador. Le adelanta, le golpea por la espalda, le desequilibra y, sobre todo, gira y gira. Está endemoniado, apunta en voz baja uno. Lucas en algún momento pierde los nervios y sacude el trineo, tratando de intimidarlo. Pero es inútil. Tardaran horas en entenderse.

Los demás asistimos algo impasibles a este drama. Bastante tenemos con
controlar el nuestro y soportar la ventisca.

En Windy corner el tiempo es poco menos que horrible. La suerte es que vamos hacia abajo y en poco tiempo tenemos que haberlo superado. En ese lugar, optamos por liberarnos de las cuerdas y que cada uno intente controlar lo mejor que pueda su equipo. Por fin, nos movemos con rapidez. Vemos muy poco pero el altímetro no miente y vamos devorando metros hacia abajo. Hay que tener cuidado en las bajadas más verticales porque el trineo se podría
comportar como un cuerpo atado a una bala de cañón y arrojado a las
profundidades del océano. El bulto sospechoso, pesado y resbaladizo va
delante, tirando de nuestro arnés y de nosotros, desequilibrándonos. Tenemos que cramponear con solvencia y, de vez en cuando, aparece alguna grieta
amenazante y semioculta que superamos con rapidez y algo de incertidumbre.
Pero comparado con el principio, vamos bien. Unas pocas veces nos cruzamos con alguien que -incomprensiblemente- se ha animado a ascender en medio de este tormentón. Le miramos con compasión y extrañeza, le animamos y le decimos que le falta poco, que lo tiene. Esas cosas que se dicen, ya saben.

Bajamos la última pendiente, la más abrupta, hasta el campo de 11.000 pies,
como si lleváramos de paseo un Gran Danés hambriento. El trineo nos lleva y
bastante hacemos con retenerlo un poco. No vemos el campamento hasta que estamos al lado, la niebla no lo permite.

Aquí recogemos el último deposito que añadimos a nuestros sobrecargados
petates, bebemos algo de agua congelada, una barrita energética y andando que es gerundio. Cuanto más rápido lleguemos, mejor. A veces, parece que se abre el cielo pero es ilusión. En seguida, se cierra completamente. Nos hemos dispersado bastante. Cada uno lleva un ritmo distinto. Intentamos vernos unos a otros pero en la espesa nevada no es posible. Llegamos al campamento de los 7.000 pies, después de completar la última gran pendiente, Motorcyle Hill.

Estamos hasta las cejas de nieve, trineo y niebla. Cansados y algo «quemados» del largo día, optamos por parar y establecer un campamento previo al lugar de aterrizaje de la avioneta, apenas a unas horitas de aquí. En minutos (lo que
da la práctica), improvisamos un nuevo y confortable campamento.

Calentamos agua, hacemos sopa, masticamos chocolate congelado y hacemos calor y amistad. Lo de siempre.

Y así transcurre nuestro penúltimo día en la montaña y nuestra última noche
sobre la nieve. Nos dormimos con la duda de si es sábado o domingo. Total,
tampoco importa demasiado.

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Para más información, visite la página www.canarias8000.ull.es , y lea el reportarje que aparece ne la revista RULL, número 23: http://www2.ull.es/gabprensa/rull/Rull23/9%20aula%20viajeros.htm


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