La historia está llena de nombres de grandes personajes, ilustres protagonistas de lo acontecido que han forjado lo que somos hoy en día. La historia está repleta de nombres de hombres. ¿Por qué la historia está protagonizada por personajes masculinos? A pesar de suponer la mitad de la población, la mujer parece desaparecer de los grandes hitos de la humanidad. ¿Podríamos nombrar a alguna protagonista de la Conquista de América? ¿De la caída del Imperio Romano o de la Primera Guerra Mundial? Desaparecidas de los grandes acontecimientos, la mujer reivindica su papel en la historia de la humanidad para cambiar la historia de la masculinidad y el androcentrismo. Una nueva historiografía feminista que trabaja para desentrañar los silencios del pasado, rescatar a las mujeres invisibilizadas y cuestionar los relatos dominantes. Una de las personas que trabaja para visibilizar el protagonismo femenino en el relato histórico es Inmaculada Blasco Herranz, profesora titular del departamento de Geografía e Historia de la Universidad de La Laguna.
Precisamente una de sus líneas de investigación tiene que ver con el análisis del sesgo masculino en los textos históricos, que no es un fenómeno reciente, como explica Blasco. Sus raíces se hunden en las perspectivas historiográficas que predominaron durante los siglos XIX y XX. «La idea de que los hombres están en el centro del relato histórico», señala, se debe en gran parte a que los «grandes hombres» —aquellos que ostentaban el poder político— eran los protagonistas de la historia escrita. Este énfasis en la historia política tradicional, dominada por figuras masculinas, marginó de forma sistemática las experiencias de las mujeres y otros colectivos.
Sin embargo, a partir de los años 60, el panorama comenzó a cambiar. El surgimiento de la historia social, interesada en los contextos y estructuras, abrió la puerta a otros actores, entre ellos las mujeres. A esto se sumaron los enfoques «desde abajo», inicialmente ligados al marxismo y luego evolucionando hacia una historia más cultural, que buscaron dar voz a los sujetos marginados del relato histórico. Fue en este marco que las mujeres, que constituyen la mitad de la humanidad, comenzaron a aparecer tímidamente en la narrativa histórica.
Blasco subraya que, si bien la historiografía tradicional asoció a las mujeres con el espacio doméstico —una idea que se reforzó con las revoluciones liberales—, esta concepción es simplista y, en muchos casos, errónea. «Las mujeres han trabajado siempre», enfatiza, desmintiendo el mito de su reciente incorporación al ámbito laboral. Lo que sí es más reciente es su acceso al trabajo remunerado fuera del hogar para ciertos estratos sociales. Este es solo un ejemplo de cómo una perspectiva androcéntrica ha distorsionado nuestra comprensión del papel de la mujer en la sociedad.
La pregunta de si el sesgo se debe a la preeminencia masculina en el poder o al hecho de que la historia haya sido escrita mayoritariamente por hombres, encuentra una respuesta clara por parte de la investigadora: «Es una combinación de ambas cosas». Si bien es cierto que las figuras de poder eran predominantemente masculinas, la exclusión de las mujeres del ámbito académico y de la escritura histórica también contribuyó a su invisibilidad.
No obstante, Blasco aclara que la presencia de mujeres en la elaboración de relatos históricos no es exclusiva del siglo XX. Incluso en el siglo XIX, hubo mujeres escribiendo sobre temas sociales o culturales, aunque no fueran reconocidas formalmente como historiadoras. Es a partir de los años 60 cuando la democratización de la enseñanza universitaria y la investigación facilita una mayor incorporación de mujeres a la escritura del pasado.
La historia que se enseña en las escuelas a menudo presenta a las mujeres como figuras excepcionales y casi «estridentes»: reinas, princesas, o personajes con un protagonismo político o cultural muy marcado. La razón, según Blasco, es que el enfoque inicial de la historia de las mujeres fue precisamente ese: rescatar a las mujeres excepcionales.
Sin embargo, la historiadora argumenta que esta perspectiva limita la comprensión del verdadero impacto femenino en la historia. «Si buscamos únicamente protagonismo en la esfera política, encontraremos solo a las excepcionales», afirma. En contraste, si el interés se amplía a su papel en el ámbito productivo o en la reproducción social —entendida en sentido amplio como el cuidado, la educación y el sostenimiento de la vida—, el número de mujeres relevantes se multiplica exponencialmente.
Una de las críticas feministas más importantes, según Blasco, es precisamente la de reconocer el valor del trabajo no remunerado en el ámbito doméstico. La socióloga Ángeles Durán, en un estudio clásico de los años 80, demostró el inmenso valor económico de este trabajo, que tradicionalmente ha recaído en las mujeres. Este reconocimiento no sólo visibiliza una labor esencial, sino que también ha generado debates dentro del feminismo sobre su posible remuneración.
Para rescatar a las mujeres que no aparecen en los libros de historia, Inmaculada Blasco explica que los historiadores recurren a las fuentes primarias. El archivo, aunque hoy complementado por fuentes digitalizadas, sigue siendo el «laboratorio» fundamental. La prensa, los ensayos, la literatura y los documentos privados son herramientas clave, siempre aplicando una metodología crítica. Blasco enfatiza la importancia de analizar la intención del autor, el contexto y, crucialmente, los silencios de las fuentes. En un mundo saturado de información, incluso las fuentes generadas por inteligencia artificial deben ser sometidas a un riguroso análisis crítico, cuestionando su procedencia, sesgos y objetivos.
Este análisis historiográfico con visión de género está cambiando gracias a que la formación de los futuros historiadores e historiadoras ha experimentado un cambio «multidimensional» en las últimas décadas, según Inmaculada Blasco. La historiadora destaca dos aspectos clave: el acceso masivo de mujeres a la carrera académica desde los años 60 y 70, y el desarrollo de un sólido corpus de estudios feministas y de género. Este corpus, en constante diálogo con disciplinas como la filosofía, la sociología y la antropología, ha consolidado una base teórica e intelectual que permite un estudio riguroso de la historia de las mujeres. Aunque la mayoría de las investigadoras en este campo son mujeres, Blasco señala que cada vez hay más hombres jóvenes interesados en la historia de las mujeres y en los estudios de género, lo que contribuye a una mayor aceptación y consolidación de estos enfoques.
A pesar de una aceptación «bastante generalizada» en la historiografía española actual, impulsada por el relevo generacional, Blasco reconoce que aún existen resistencias. Algunos historiadores mayores inicialmente consideraron estos temas como «marginales» o «de mujeres». Sin embargo, el trabajo incansable de muchas historiadoras, incluyendo el de la propia Blasco, ha demostrado que la historia de las mujeres es un eje central en el análisis histórico, ya que forma parte de las relaciones sociales fundamentales.
Inmaculada Blasco es consciente de que las resistencias a estos enfoques no provienen solo de las generaciones mayores. También hay jóvenes que rechazan la historia de las mujeres y los estudios de género, un fenómeno que, según ella, podría resurgir. Su estrategia para combatirlo se basa en el rigor metodológico. «Lo que intento es enseñar a mirar críticamente las fuentes, a ser conscientes de los sesgos y a evitar el presentismo», explica.
La reinterpretación de hechos históricos ya constatados, como el golpe de estado de Franco, es otro fenómeno preocupante que la historiadora atribuye en gran parte a la desinformación en las redes sociales. Este «intento deliberado —por convicción o por interés— de reescribir el pasado» conduce a «simplificaciones peligrosas» y «tergiversaciones», dificultando la distinción entre una interpretación y un hecho comprobado. La complejidad inherente al pasado, como al presente, es sacrificada en aras de narrativas simplistas y a menudo politizadas. Blasco lamenta que los historiadores, especialmente en España, estén «muy fuera del debate público sobre el pasado». Atribuye esta retracción a un debate público «viciado» y «simplificado» que se rige por la lógica de las redes sociales, muy alejado de la dinámica de los historiadores, que prefieren un debate «sosegado» y con «posturas más matizadas». No obstante, reconoce la responsabilidad de la comunidad histórica de comunicar sus hallazgos de manera más efectiva.
La tendencia a «acomodar la historia para quedar bien» no es nueva. Ejemplos como la damnatio memoriae romana o la manipulación de fotografías en la época de Stalin demuestran que la reescritura del pasado ha sido una constante. Sin embargo, Blasco distingue entre una reinterpretación basada en nuevas fuentes y metodologías, y un «uso conscientemente politizado de la historia» sin rigor ni fundamento. Esta última es una práctica peligrosa que se aleja de la investigación y se adentra en la lógica del enfrentamiento político.
La influencia del catolicismo en la visión de la mujer en España es un área de especialización de Inmaculada Blasco. Su investigación, que comenzó con el estudio de la Sección Femenina durante el franquismo, la llevó a analizar la movilización de las mujeres católicas como rivales de Falange en el adoctrinamiento femenino. Estudiar la derecha católica fue un desafío personal para la historiadora, que no comulgaba con esas ideas. Sin embargo, su objetivo era «comprender las motivaciones detrás de sus acciones, los discursos que sostienen esa movilización». Descubrió que la idea de que el cristianismo había «salvado» a las mujeres del paganismo mediante el matrimonio era una creencia profunda entre estas mujeres, que se movilizaban en defensa de una Iglesia percibida como atacada por la secularización. Este análisis histórico es crucial para entender el presente, según Blasco. La percepción, por muy exagerada que pueda parecer, es un motor de acción. La historiadora ha desentrañado la «feminización de la religión», la atribución de lo religioso como un rasgo femenino. Si bien hoy la concepción de la mujer ha cambiado, en el pasado se las entendía como seres domésticos y complementarios al varón.
La Iglesia Católica, especialmente en el siglo XX, desarrolló una concepción de la diferencia sexual basada en la complementariedad, aunque en los inicios del siglo XX aún persistía la idea de subordinación. En España, el franquismo supuso un retroceso casi a las doctrinas del Concilio de Trento (1545-1563), con ideas muy fuertes de inferioridad femenina. Temas como la sexualidad, la indisolubilidad del matrimonio y el rechazo a la anticoncepción se mantuvieron inalterables, incluso tras el Concilio Vaticano II (1962-1965).
A principios del siglo XX, el catolicismo, consciente de los cambios sociales, movilizó a las mujeres hacia el espacio público, explica Blasco. La idea era que sus «cualidades innatas», especialmente religiosas, las convertían en defensoras idóneas de la Iglesia y la familia. Para las clases medias educadas en el modelo doméstico burgués, esta participación fuera del hogar no era problemática si se proyectaban las «virtudes femeninas» en lo social, lo caritativo y lo religioso.
Existía una «competencia feroz» con el socialismo por la captación de mujeres. El catolicismo no podía permitir que las mujeres se quedaran en casa mientras el socialismo las movilizaba. En la emergente sociedad de masas, las mujeres se convirtieron en un sujeto colectivo movilizable, un hecho que incluso llevó a sectores republicanos del siglo XIX a resistirse a conceder el voto femenino por miedo a su vinculación con la derecha religiosa. La movilización de mujeres católicas no fue un fenómeno exclusivo de España; es transnacional, afirma Blasco. La Iglesia Católica, como actor global, ha demostrado una gran eficacia en su proceso de reconstrucción y expansión, especialmente desde las guerras mundiales. Sin embargo, existen límites claros, como la exclusión de las mujeres del sacerdocio.
A lo largo del siglo XX, la Iglesia ha desarrollado un discurso sobre la «dignidad de las mujeres» y el «genio femenino», pero al mismo tiempo las limita a ciertos ámbitos, bajo la premisa de la complementariedad. Esta diferencia, aunque se presente como exaltación, en realidad «impide la igualdad». Blasco concluye que, si bien la abierta inferioridad femenina de la Edad Media y Trento se ha reformulado en el siglo XX en términos de diferencia («María sustituye a Eva como modelo»), la lógica subyacente sigue siendo la misma: la diferencia se utiliza como argumento para la exclusión. La investigación futura, incluso desde una perspectiva antropológica, será fundamental para entender las continuidades y cambios en la antropología de la Iglesia.
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