En mayo de 2025, la Audiencia Provincial de Valladolid dictó la primera sentencia en España que condena como delito de odio los insultos racistas en un estadio, imponiendo penas de prisión, multa e inhabilitación a cinco aficionados que profirieron gritos contra Vinícius Jr en un partido del Real Valladolid frente al Real Madrid.
En el segundo trimestre de este mismo año, el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia registró 184.096 contenidos de odio en redes sociales, de los cuales solo el 34% fueron eliminados por las plataformas. Más de la mitad de esos mensajes contenían expresiones deshumanizadoras hacia colectivos específicos. Y en paralelo, el Defensor del Pueblo alertó en su informe monográfico sobre Niñas y niños extranjeros en España solos o acompañados del riesgo que supone el uso indiscriminado de la palabra ‘mena’, que transforma a los menores migrantes en una etiqueta y borra su condición de personas.
Todos estos ejemplos tienen un hilo común: son manifestaciones de deshumanización, el proceso psicológico y social por el cual dejamos de ver a otros como seres humanos en su plenitud. Un mecanismo que, según la investigación científica, facilita que aceptemos tratos degradantes, justifiquemos violencias o miremos hacia otro lado ante injusticias flagrantes. Lo inquietante es que la deshumanización no se limita a episodios extremos ni a discursos políticos incendiarios: está presente en la vida diaria, a menudo bajo formas sutiles que ni percibimos. La deshumanización no solo transforma nuestra percepción del otro, sino que distorsiona también nuestro propio sentido de responsabilidad moral: es más fácil justificar el daño cuando hemos dejado de ver a la víctima como alguien que siente, sufre o sueña.
La psicología social ha demostrado que el lenguaje que utilizamos y las metáforas que repetimos modulan nuestra forma de comprender el mundo y, por tanto, influyen en nuestra empatía y juicio moral. Investigaciones recientes en neurociencia social añaden evidencia en esta dirección: la exposición continua al discurso de odio afecta a la capacidad neurocognitiva de comprender el dolor ajeno. En un mundo hiperconectado, marcado por migraciones, polarización política, conflictos bélicos y saturación informativa, entender cómo deshumanizamos resulta clave para sostener la convivencia democrática.
En este terreno trabaja desde hace más de dos décadas Naira Delgado Rodríguez, profesora titular de Psicología Social de la Universidad de La Laguna. Desde la institución académica, ha construido una trayectoria reconocida en torno al estudio de la deshumanización, primero analizando prejuicios y estereotipos en el marco de la psicología social clásica, y más recientemente explorando qué ocurre en el cerebro cuando decidimos, consciente o inconscientemente, reducir la percepción de la humanidad del otro.
Sus estudios iluminan desde las formas flagrantes —el insulto animalizador, la violencia colectiva, la cosificación extrema de la esclavitud o la trata— hasta las más cotidianas: la mirada que evitamos cruzar con quien duerme en la calle, la etiqueta numérica que sustituye al nombre en un hospital o la metáfora que convierte a niños y niñas en acrónimos.
La capacidad (y el riesgo) de deshumanizar
“Deshumanizar es percibir y tratar a otras personas como si no fueran plenamente humanas”, explica Delgado. Es un proceso que parece excepcional, pero en realidad está inscrito en nuestras capacidades cognitivas. De la misma forma que podemos atribuir rasgos humanos a objetos inanimados —un coche que “se porta mal”, un animal que “piensa como nosotros”—, tenemos la habilidad contraria: retirar rasgos humanos a un individuo o a un grupo. Esa operación, funcional desde el punto de vista psicológico, nos permite comportarnos de forma que de otro modo nos resultarían intolerables.
La literatura científica distingue dos rutas principales. La animalización, cuando negamos atributos considerados exclusivamente humanos —racionalidad, cultura, autocontrol— y reducimos al otro a una condición salvaje o primitiva. Y la mecanización, cuando negamos su naturaleza emocional y lo vemos como un objeto frío, sin sensibilidad, comparable a una máquina. Ambas operan en la vida contemporánea: desde los discursos políticos que describen a migrantes como plagas, los entornos organizacionales en los que se equiparan las personas a instrumentos o recursos, hasta las rutinas hospitalarias que transforman al paciente en un número de habitación.
“Lo más inquietante”, subraya, “es que muchas de sus formas pasan bajo el umbral de la conciencia”. Ocurre en bromas cotidianas, en estereotipos aparentemente inocentes, en silencios y omisiones. Y se vuelven peligrosas precisamente porque normalizan actitudes de desprecio que terminan erosionando la empatía.
El recorrido por los ejemplos recientes en España muestra hasta qué punto se trata de un fenómeno vivo y presente. Los insultos racistas en estadios de fútbol —con plátanos lanzados a jugadores negros y cánticos imitando sonidos de simio— han ocupado titulares internacionales y forzado a las instituciones deportivas y judiciales a actuar. En 2025, varias sentencias condenaron a aficionados por delitos de odio, subrayando que no se trataba de expresiones aisladas, sino de conductas que degradan a las personas tratándolas como animales.
Algo similar ocurre en el ámbito migratorio. La extensión del término ‘mena’ ha convertido a los menores extranjeros no acompañados en una categoría impersonal y criminalizada. Ya no son niños ni niñas con biografía, sino un acrónimo que facilita el rechazo y la sospecha. “El lenguaje tiene un impacto directo en la manera de percibir y en las políticas que aceptamos. Cuando dejamos de pensar que son menores en situación de vulnerabilidad, dejamos de reconocerlos como personas”.
Incluso las metáforas aparentemente positivas pueden esconder un reverso deshumanizador. Durante la pandemia, se popularizó la idea de los profesionales sanitarios como “superhéroes”. Una etiqueta que pretendía exaltar su entrega, pero que invisibilizaba sus necesidades humanas: el descanso, el miedo, la vulnerabilidad. “Un superhéroe no necesita dormir ni comer, no sangra”, ironiza la investigadora. Aplicado a profesionales reales, el término normaliza situaciones intolerables en jornadas laborales y erosiona el reconocimiento de sus límites.
En sus estudios Naira Delgado ha examinado cómo la idealización y las expectativas de invulnerabilidad hacia determinados colectivos —como el personal sanitario o asistencial— pueden funcionar como formas sutiles de deshumanización. Al exigir una entrega ilimitada, se diluye la percepción de sus necesidades emocionales y físicas, normalizando el desgaste. “Cuando se exalta la fortaleza sin reconocer la vulnerabilidad, se pierde de vista la humanidad de quienes cuidan”, resume.
Redes sociales: anonimato y desinhibición
Si se traslada esta mirada al entorno digital, el salto a la esfera online ha multiplicado las oportunidades para deshumanizar. Las redes sociales alteran los códigos de la interacción: desaparecen el tono, la pausa, la mirada; los mensajes son asincrónicos, públicos, a menudo anónimos. En ese contexto, la agresión verbal se desinhibe. “En internet es más difícil percibir a las personas como tal”, señala Delgado. Y cuando no las percibimos, se vuelve más sencillo insultar, acosar o despreciar.
La investigación reciente en neurociencia social ha demostrado que la exposición reiterada a discursos de odio en línea embota la respuesta empática. Áreas cerebrales vinculadas a comprender el dolor ajeno muestran una menor activación, incluso cuando las víctimas pertenecen a nuestro propio grupo. Es decir: habituarse al odio no solo deteriora nuestra visión del otro, sino también nuestra capacidad general de empatizar.
En España, los informes de la Oficina de Lucha contra los Delitos de Odio registran que los mensajes contra migrantes, musulmanes y personas de origen africano concentran buena parte de las denuncias. Y aunque las plataformas retiran miles de contenidos, la mayoría persiste en línea. La consecuencia es un ecosistema donde el insulto, la desinformación y la polarización se retroalimentan, erosionando la calidad del debate público.
Delgado recuerda que este proceso no es nuevo. La deshumanización no es solo un fenómeno cotidiano: es también el mecanismo que sostiene las violencias más extremas. “En todos los genocidios documentados, desde el Holocausto hasta la colonización de territorios, encontramos el mismo patrón”, afirma Delgado. Primero se diferencia al grupo enemigo como esencialmente distinto. Luego se intensifica un discurso que lo describe como menos humano, sin alma, sin cultura, sin derecho a la dignidad. A partir de ahí, la violencia se legitima y se ejecuta sin límites.
La historia de la esclavitud, la trata de personas o la explotación laboral extrema se explica a partir de esta lógica: reducir a seres humanos a objetos, propiedades o mercancías. Un mecanismo que no pertenece solo al pasado. “Hoy seguimos teniendo formas de explotación laboral y de tráfico de personas que se sostienen sobre la misma base: dejar de percibir a alguien como persona para tratarlo como recurso”, advierte.
Deshumanización funcional: un escudo emocional
Este fenómeno ha sido analizado en profundidad en su investigación ‘Efecto de la inferencia de estados mentales y la empatía en los profesionales sanitarios: Un enfoque multi-método’, donde la luz de estos procesos, la investigadora y su equipo han incorporado un enfoque novedoso: entender que la deshumanización no es únicamente un fallo moral, sino también un proceso con múltiples funciones psicológicas. En un artículo publicado en Nature Reviews Psychology junto a Lasana T. Harris, Delgado identifica tres funciones principales: justificar daños pasados, facilitar decisiones difíciles en el presente y blindarse ante situaciones de dolor y malestar futuros.
En el ámbito sanitario, por ejemplo, profesionales que atienden a pacientes en situaciones extremas pueden reducir inconscientemente su respuesta empática como mecanismo de autoprotección. De lo contrario, el sufrimiento acumulado podría volver su trabajo insostenible. Pero ese “escudo” tiene un coste: la despersonalización del paciente y, a la larga, la pérdida de sentido en la propia vocación.
“Cuando los sanitarios aplican por defecto este mecanismo, corren el riesgo de autodeshumanizarse: verse a sí mismos como máquinas que atienden casos sin conexión emocional”, advierte. La investigación apunta que el problema no es empatizar, sino un componente concreto de la empatía, el que produce dolor visceral al imaginarse en la piel del otro. Aprender a regular ese aspecto, sin perder la toma de perspectiva, sería la clave para equilibrar cuidado y sostenibilidad emocional.
La investigación demuestra que la deshumanización no solo está presente en los grandes conflictos o en los discursos de odio, sino también en los pequeños gestos de la vida diaria. Incluso en los detalles más nimios se cuelan formas de deshumanización: el esfuerzo activo por no mirar a quien duerme en un portal, el silencio cómplice ante un comentario discriminatorio disfrazado de broma, la cosificación en redes sociales que empuja a adolescentes a exponer su cuerpo y favorece que los demás las traten como objetos sexuales.
La omisión también puede ser dañina: no mirar es también una manera de negar humanidad. “La mirada conecta con la otra persona de un modo inmediato. Cuando evitamos cruzarla de forma sistematizada hacia determinadas personas, mandamos un mensaje de exclusión”, explica. Estos gestos, aparentemente menores, erosionan la conexión social y dejan heridas en quienes los reciben.
El camino para revertir estas dinámicas, insiste Delgado, pasa primero por reconocerlas. Deshumanizamos todos en algún momento, aunque sea de manera sutil e inconsciente, y el antídoto no es la culpa, sino la toma de conciencia. “Cuando tomamos consciencia, empezamos a cambiar pequeños gestos”, explica. Y cita ejemplos: recuperar la palabra ‘personas’ en nuestro vocabulario, nombrar y contar historias en lugar de usar etiquetas impersonales, dar visibilidad a rostros y biografías en lugar de categorías.
La tarea, en realidad, no es menor. Exige también una educación digital que nos enseñe a movernos en un ecosistema donde la opinión y la evidencia científica conviven al mismo nivel, y donde el insulto encuentra eco inmediato. Exige acompañar a quienes, como los sanitarios, sostienen profesiones basadas en la empatía y necesitan apoyo psicológico y tiempos de recuperación para no volverse máquinas. Y exige, además, no permanecer en silencio: en las redes, en las aulas, en la política. “No confrontar también es una forma de legitimar lo que se dice”, recuerda.
La investigación social apunta a que contra-narrativas empáticas, que devuelven humanidad al discurso, reducen con mayor eficacia la hostilidad que el sarcasmo o las advertencias. Y la experiencia clínica muestra que cuidar a quienes cuidan es condición imprescindible para que la atención sanitaria se mantenga humana.
En un mundo donde la polarización, la prisa y el ruido nos empujan a desactivar la empatía, el trabajo de Delgado ofrece un recordatorio esencial: mirar, nombrar y reconocer al otro como persona sigue siendo el fundamento de nuestra convivencia democrática.
Gabinete de Comunicación

