A lo largo de nuestra vida los objetos materiales van y vienen, los lugares que visitamos aparecen y desaparecen, las personas que conocemos entran y salen. Lo que conservamos de todas estas interacciones vitales son las enseñanzas que nos aportaron. Ya no tenemos nuestra primera bicicleta, pero continuamos sabiendo montar. Ya le perdimos el rastro a nuestro primer cuento infantil, pero aún sabemos leer. La educación, que nos brinda la oportunidad de llenar nuestra mochila de sabiduría perenne, es nuestra mejor garantía para desarrollarnos en nuestra sociedad, pues podemos perder todas nuestras posesiones materiales, nuestros conocimientos no. Nuestra Constitución establece que la educación tiene como objetivo el pleno desarrollo de la personalidad humana, el respeto a los derechos y libertades fundamentales, y el fomento de la convivencia democrática, la tolerancia, y la libertad individual. ¿Se están consiguiendo estos objetivos?
Nuestra carta magna también reconoce la educación como un derecho fundamental, una garantía para la igualdad de oportunidades en una sociedad democrática. Por eso insta a los poderes públicos a que garanticen el acceso a una educación de calidad, pública y gratuita. Para conocer cómo el acceso universal a la educación ha cambiado nuestra y los viejos y nuevos problemas que arrastra hablamos con Leopoldo José Cabrera. El profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad de La Laguna ha dedicado buena parte de su carrera a estudiar las desigualdades educativas y su impacto en la sociedad.
Cada año, miles de estudiantes de toda España se enfrentan en unos pocos días a una de las pruebas más decisivas de su vida académica: la PAU (Prueba de Acceso a la Universidad). Un examen que, aunque complementa la nota del Bachillerato, sigue generando debate. Cabrera reflexiona sobre estas cuestiones y lanza una advertencia clara: la estructura social pesa —y mucho— en el futuro académico del alumnado.
Para el experto, el proceso de selectividad no es muy diferente a otros mecanismos de acceso que encontramos en distintas áreas de la vida. “Los atletas que no alcanzan una marca mínima no van a las Olimpiadas. En la función pública pasa lo mismo: se entra por puntuación”, señala. La PAU explica, no sustituye al expediente académico, sino que lo complementa en un sistema de plazas limitadas por titulación y universidad.
El problema, sin embargo, no es solo la nota, sino las oportunidades de partida: “La universidad pública tiene recursos limitados. No se pueden ampliar plazas sin más. En titulaciones como las ciencias de la salud, muy demandadas, no hay capacidad para absorber a todos los aspirantes”, advierte. Para él, la clave está en la financiación y en las decisiones políticas que determinan el número de plazas y los recursos destinados a la educación superior. Una de las reformas en curso es la implementación de una PAU única para todo el país. La intención es clara: garantizar la equidad. Pero ¿es eso realmente posible en un país con marcadas diferencias socioeconómicas y educativas entre comunidades autónomas?
Según el sociólogo, el debate es complejo. Pone como ejemplo la comparación entre Madrid y Canarias: “La tasa de escolarización en Bachillerato en Madrid es mayor que en Canarias. Esto significa que allí estudian más jóvenes en esa etapa. Aquí, sin embargo, al haber menos alumnado, los que llegan están más seleccionados”. Es decir, en comunidades con mayores tasas de abandono o repetición, los alumnos que logran llegar a Bachillerato y enfrentarse a la PAU ya han superado una criba previa. “Son menos, pero más competitivos”, asegura. Un examen único, por tanto, no garantiza por sí solo la igualdad de oportunidades: “Si la estructura social expulsa antes a muchos jóvenes, los que llegan a la prueba final pueden tener un perfil más resiliente, pero también son menos”. Las diferencias en los resultados académicos entre territorios no se deben únicamente a los sistemas educativos. También influyen factores estructurales: renta, nivel educativo de las familias, ocupación laboral, expectativas. “El origen social es determinante. No porque los hijos de familias humildes sean menos capaces, sino porque tienen más obstáculos en el camino”, sostiene Cabrera. Y añade: “Canarias, como otras comunidades con menor renta media, parte de una situación estructuralmente más débil. Esto afecta al rendimiento y al acceso a estudios superiores”.
La solución, dice Cabrera, no está en la familia, sino en la política educativa: “Necesitamos políticas intensivas que compensen el contexto. Implicar al profesorado, ofrecer más recursos, más apoyo… Solo así podemos contrarrestar el peso del entorno social”. Otro de los aspectos que destaca el experto es la diferencia de rendimiento entre chicos y chicas. “Las chicas obtienen mejores resultados académicos, pero siguen rindiendo menos en matemáticas que los chicos. Lo contrario ocurre en lengua”, explica el investigador. Y lo más llamativo: “Hicimos un estudio con un test de inteligencia y vimos que los niveles eran iguales en ambos sexos. No hay base para pensar que unas sean mejores que otros en determinadas materias. El problema está en cómo se enseña, en los sesgos, en las expectativas que proyectamos sobre el alumnado”. La desigualdad, concluye, no se explica por la capacidad individual, sino por un conjunto de factores —económicos, sociales, culturales y pedagógicos— que se entrelazan.
El experto lo tiene claro: no hay determinismo. “La escuela tiene margen de actuación. Un buen profesor, un centro comprometido, una política educativa coherente pueden cambiar muchas cosas. Pero para eso hace falta voluntad, inversión y una estrategia clara”. Mientras tanto, la PAU seguirá siendo un filtro necesario, pero no necesariamente justo para todos.
La universidad y el ascensor social
Quienes nacen en entornos desfavorecidos tienen, según Leopoldo Cabrera, tres caminos posibles para romper con el círculo de la pobreza: la educación, la lotería o el deporte profesional de élite. “Lo de la lotería es evidentemente improbable. Y que en un suburbio surja un Messi o un Pau Gasol, también. Así que la vía más realista es la educación. No hay muchas más”. La analogía con la medicina es clara: no hay recetas con garantía del 100%. Se trata de probabilidades sociales, no de certezas. Y en esa lógica estadística, la educación emerge como la única herramienta con una tasa de éxito aceptable para quienes parten desde abajo.
Otro factor que influye decisivamente en el futuro educativo de los menores es el rol de las madres. “Cuando una madre tiene estudios universitarios y trabaja, la implicación en la formación de sus hijos suele ser mayor que la del padre”, afirma. Y añade: “En hogares monoparentales, en el 90% de los casos la figura presente es la madre. Eso marca una diferencia”. Este patrón tiene especial relevancia en comunidades como Canarias, donde la proporción de hogares monoparentales —y en particular, monomarentales— es más alta que la media. La pobreza estructural se entrelaza aquí con la composición familiar y el género, afectando directamente a las oportunidades educativas de las nuevas generaciones. El lugar de nacimiento también influye. Y mucho. “Nacer en el País Vasco no es lo mismo que nacer en Canarias, ni en un suburbio periférico de una gran ciudad. El entorno condiciona las oportunidades”. En territorios con menor segregación escolar y mejores redes públicas, como Euskadi, un niño de clase baja tiene más probabilidades de compartir aula con otros de clases medias o altas. Y eso tiene un efecto contagio positivo. “Si juegas al ajedrez con personas mejores, mejoras tú también. Pero si estás siempre en el nivel más bajo, tu techo queda más cerca”, resume el experto. La desigualdad territorial se convierte así en otro obstáculo para la equidad educativa.
Hoy en día es más fácil acceder a la universidad que antes, pero no todos lo logran. Las probabilidades de ingreso siguen siendo cuatro veces mayores en las familias de clase alta que en las de clase baja, especialmente si ambos progenitores tienen estudios y estabilidad laboral. Ahora bien, incluso para los más privilegiados, las expectativas tienen techo. Una familia en el percentil 95 de renta –con los sueldos de funcionario más altos– no puede aspirar a que sus hijos superen esa posición. Solo pueden igualarla… o perderla. Cabrera recuerda que las estadísticas dicen que alrededor del 20% de esos hijos no alcanzarán el estatus de sus padres. Esto no es física, no es determinismo. Es probabilidad social.
Si dos estudiantes —uno de clase alta y otro de clase baja— comparten aula, docente y libro de texto, ¿por qué se reproducen desigualdades en los resultados? ¿No deberían partir del mismo punto? El sociólogo desmonta parte del argumento inicial. Rechaza la imagen romántica o estereotipada de familias trabajadoras donde el niño debe cuidar a sus hermanos o cocinar por ausencia parental. “Hoy, las familias numerosas son minoría. En general, hablamos de uno o dos hijos por hogar. Por tanto, ese tipo de cargas domésticas ya no son la norma», afirma. Donde sí se identifica una diferencia estructural es en el acceso a recursos extraescolares. Las familias con mayor renta pueden permitirse clases particulares, refuerzos de idiomas o actividades que funcionan como palancas de rendimiento. Sin embargo, matiza: “La formación recibida en el centro educativo debería ser suficiente para cualquiera, independientemente del contexto familiar”.
El experto también cuestiona la creencia común de que la educación privada garantiza mejores resultados. De hecho, señala cómo, al llegar a la universidad, se invierten las preferencias: “Las familias prefieren que sus hijos estudien medicina en la pública. Es más competitiva. Da más prestigio”. A diferencia de otros niveles educativos, en la universidad pública prima la meritocracia real: el acceso depende del expediente académico, no del capital económico o de la profesión de los padres. “Hay más democracia en el acceso universitario. Puedes heredar la renta, pero no puedes heredar la nota del MIR”.
La presión que ejercen algunas familias sobre sus hijos para alcanzar determinados logros académicos puede ser contraproducente. “Muchos padres se frustran si sus hijos no llegan a la universidad, aunque tengan otras inquietudes. Y eso no está bien”, advierte. Recuerda que existen profesiones técnicas y oficios que pueden ofrecer estatus y bienestar sin necesidad de un título universitario. “La posición social no depende solo de la formación. Depende también de cómo los demás te perciben”. En el debate sobre la igualdad de oportunidades, hay factores invisibles que condicionan profundamente el desarrollo académico y personal de los jóvenes.
Una desigualdad que empieza en el calendario
Más allá del nivel económico o del capital cultural de las familias, el mes de nacimiento y la práctica del deporte pueden marcar la diferencia entre el éxito o el estancamiento en el sistema educativo. Así lo plantea Leopoldo Cabrera que, desde su experiencia y análisis, dibuja un mapa complejo de desigualdades estructurales, algunas tan sorprendentes como persistentes. «Tenemos certeza de que los alumnos nacidos en el último trimestre del año tienen peores resultados escolares a lo largo del tiempo». Esta desventaja, que comienza desde los primeros años de escolarización, se traduce en una mayor probabilidad de repetir curso y arrastra consecuencias durante toda la trayectoria educativa.
El problema, subraya, no está en las familias ni en los alumnos, sino en el diseño mismo del sistema educativo. «Es una cuestión de demografía escolar. No se trata de compensar con etiquetas ni de separar al alumnado, sino de rediseñar un sistema que penaliza a quienes nacen más tarde en el año», argumenta. Esta observación conecta con investigaciones en el ámbito deportivo, donde se ha comprobado que la mayoría de los jóvenes que alcanzan niveles profesionales en disciplinas como el baloncesto nacen en los primeros meses del año. Los nacidos más tarde quedan relegados: «pierden la ilusión, no los seleccionan, no juegan. No es falta de talento, es falta de oportunidad».
La responsabilidad, según el sociólogo, no recae únicamente sobre la política pública. «El esfuerzo debe ser colectivo», insiste. Las familias, los centros, el profesorado y la comunidad en general tienen un papel decisivo para mejorar el rendimiento académico y reducir las desigualdades. Y aunque la inversión institucional es imprescindible, también lo es la exigencia ciudadana: «En Canarias necesitamos ese esfuerzo colectivo, no sólo político, sino de toda la población. Y debe empezar desde la primaria, no cuando los problemas ya están instalados en la secundaria». El foco, sin embargo, no debe estar exclusivamente en evitar el fracaso escolar a toda costa. «No se trata de regalar aprobados, sino de mejorar el nivel educativo y de entusiasmar al alumnado con el aprendizaje». Y eso pasa por cambiar la narrativa: el objetivo no puede ser solo el beneficio económico futuro. «Nadie puede garantizar la renta que se va a tener, ni siquiera con un título universitario. Hay titulaciones que ofrecen menos salida que algunas profesiones técnicas».
Este planteamiento cuestiona una idea muy arraigada: la universidad como sinónimo de éxito. «No está bien que un padre llame fracasado a su hijo por no llegar a la universidad. Hay profesiones igual de dignas y con rentas equivalentes. Ser electricista o fontanero no implica menor valor social», señala. Y recuerda que la posición social no depende solo del individuo, sino también de cómo la perciben los demás. Esa presión, además, puede generar frustración. «A veces los padres proyectan objetivos inalcanzables para sus hijos, sin respetar sus propias inquietudes. Eso no es justo», lamenta. En su caso, admite, pudo haber estudiado Medicina, como hicieron la mayoría de sus compañeros, pero eligió otro camino. «No me veía en ese entorno. El prestigio de una profesión no puede ser impuesto».
Entre los factores que ayudan a generar este sentido de pertenencia y motivación está el deporte. «El deporte construye una imagen de colectividad y fomenta un objetivo común. Eso mejora los resultados educativos», afirma. Y ese espíritu comunitario debe trasladarse también a las aulas y a la sociedad. La cultura también juega un papel clave. «Mi ocio es más barato porque me satisface leer. Compro libros como otros compran entradas para ver a Coldplay o a la selección francesa», dice con cierta ironía. Pero detrás de esa elección hay una reflexión sobre la renta y la autonomía: «Poder elegir cómo vivir tiene que ver tanto con los estudios alcanzados como con el nivel económico».
La igualdad de oportunidades no es un punto de partida, sino un ideal al que se debe aspirar con acciones concretas. Y aunque no todos podrán alcanzar la cima —»no todos pueden ser médicos o profesores universitarios»—, la misión de la sociedad, concluye Cabrera, es construir un sistema donde el talento y el esfuerzo no dependan del azar de la cuna ni del mes en que se nace.
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