La Senda del Nilo

La documentación sobre el Egipto antiguo en la Europa de la Edad Moderna

La llegada a Italia a mediados del siglo XV de los manuscritos del denominado Corpus Hermético (un conjunto de libros escritos en Alejandría en torno a los siglos III-IV) provoca un gran interés acerca del pensamiento egipcio antiguo. Con esta exigua colección como única base, se inicia un debate sobre la influencia de la religión egipcia en la filosofía griega o el cristianismo y se reconoce la necesidad de nuevas fuentes para corroborar o complementar lo que se aprende en aquellos libros.

En los siguientes siglos, la incorporación de informaciones nuevas fue un proceso lento. Desde comienzos del siglo XVI, empezaron a aparecer documentos en un lugar a priori insospechado: la Península Itálica, en especial en Roma, y otras regiones de Europa. Se trataba de los monumentos llegados a la capital del Imperio romano como botín de conquista –el ejemplo más notable son los obeliscos que se levantaron de nuevo desde comienzos del siglo XVI como parte de un programa de embellecimiento urbanístico de la ciudad de los Papas– y objetos de culto llevados a esta y otras ciudades donde se veneraba en la Antigüedad a las divinidades egipcias y se las honraba con la recepción de objetos procedentes de su país de origen. Estos fueron los primeros testimonios de cultura material de la civilización egipcia que contemplaron los eruditos europeos.

La introducción en el discurso historiográfico de estos monumentos se fue complementando con la incorporación de noticias sobre los edificios y objetos que se hallaban en el propio Valle del Nilo. Egipto había sido integrado en el Imperio otomano en 1517 y esa situación no favorecía la presencia europea, salvo para los comerciantes de aquellos países con tratados específicos. Aun así, se escribieron relatos e informes de viajeros occidentales en Egipto que no solo detallaron su paisaje, sino también las construcciones, las tumbas y algunos de los objetos que aparecían en ellas. Sus textos son muy diversos, pues dependen de los intereses personales y los conocimientos previos de los autores. Así, por ejemplo, reconocemos que la primera descripción del templo de Karnak, en un manuscrito anónimo, fue obra de un arquitecto o ingeniero de origen veneciano por la precisión técnica de su exposición y sus comparaciones con edificios de la ciudad adriática.

En la Época Moderna continuó la afluencia de peregrinos a Tierra Santa, que siguieron la costumbre medieval de desviarse para conocer los lugares de Egipto relacionados con la Biblia.

A partir del siglo XV empezaron a establecerse comerciantes, primero venecianos y aragoneses, después sobre todo franceses. Desde la capital viajaban por el Delta, aunque no solían hacerlo por el Alto Egipto, muy despoblado en la época y poco receptivo a extranjeros.

Aparecieron también misioneros cuyo objetivo era convertir al catolicismo a los cristianos monofisitas egipcios o usar el valle como vía para alcanzar Etiopía. A uno de ellos, Claude Sicard, le debemos planos muy detallados de su itinerario, que sirvieron para la ubicación precisa de monumentos antiguos.

En el siglo XVII comienzan a llegar eruditos cuyo viaje tenía un objetivo académico. John Greaves, uno de los primeros se desplazó en 1639 para medir el meridiano a su paso por Alejandría con propósitos astronómicos. Sin embargo, terminó realizando un análisis geométrico de la meseta de Guiza y publicó la primera sección de la Gran Pirámide.

Comerciantes, diplomáticos y eruditos iniciaron la adquisición de antigüedades con destino a colecciones reales y privadas. Desde el siglo XVIII, la reunión de objetos egipcios, tanto para la gloria de sus propietarios como para la indagación sobre el pasado, se convirtió en un pasatiempo culto en varias cortes europeas. Sin embargo, debido a su falta de información sobre la cultura material del Egipto antiguo, erraban al encargar las compras. Así, por ejemplo, algunos solicitaban monedas a sus agentes, dado el valor historiográfico de la numismática en aquellos momentos, pero estas ni se acuñaron ni circularon en la civilización egipcia salvo en sus últimos siglos lo que hacía inútil la demanda.

Aunque Egipto no es solo un río circulando en medio de un desierto, ese es el rasgo geográfico que más ha impresionado a los viajeros desde la Antigüedad. Siguiendo a los autores clásicos, diversas publicaciones europeas de los siglos XVI al XVIII se admiraban de su original régimen hídrico, en especial de la subida de sus aguas en verano que convertía el país en un gran lago.

En general, la fauna y la flora de sus orillas era semejante a la del Mediterráneo oriental (aves, ganado doméstico), pero fueron los animales más diferentes los que, lógicamente, atrajeron más la atención: cocodrilos, hipopótamos, dromedarios, leones, ibis… Sus representaciones se basaron, primero, en descripciones textuales; pronto se incorporó el aspecto que mostraban en las antigüedades romanas: monedas, relieves, mosaicos; por último, se tomaron como modelo algunos raros ejemplares llegados a Occidente, exhibidos en colecciones de «maravillas».

Las plantas, en especial el papiro y la palmera, fueron descritas, más que representadas, por su exotismo o las propiedades específicas que se les atribuían en los textos antiguos –notable es el caso de los libros médicos– y sus traducciones.

Sólo desde el siglo XVIII, algunas ilustraciones del medio natural empezaron a realizarse a partir de dibujos trazados a orillas del Nilo.

El desarrollo de métodos de crítica textual a partir del Renacimiento tuvo su reflejo en los primeros ensayos europeos sobre la civilización egipcia. Son obra de historiadores conscientes de las posibilidades de información que podían obtener de las escasas fuentes disponibles. Las referencias conservadas de los Aegyptiaca de Manetón –nombres de reyes organizados en dinastías– se convierten en lo que siguen siendo hoy: la estructura diacrónica que vertebra la historia del Egipto antiguo. Las genealogías bíblicas proporcionaron un marco cronológico, pero este es inadmisible en la actualidad. Los autores clásicos aportaron los testimonios sobre las formas de vida y algunas anécdotas con que animar las listas de nombres reales. La numismática ofreció las imágenes para poner rostro a algunos de los personajes históricos. Sorprende la capacidad de búsqueda de nuevas fuentes de esas generaciones de historiadores, aunque hoy nos parezcan periféricas al tema que pretendían ilustrar.

En Egipto, viajeros y residentes con cierta cultura humanística, conscientes de la importancia de informaciones novedosas para los historiadores, inician la identificación de fuentes históricas en el país. Un grupo notable fueron los misioneros –dominicos, jesuitas– que no solo tenían el conocimiento de las referencias bíblicas y de autores clásicos, sino también la curiosidad por mirar entre las ruinas en sus desplazamientos por el Alto Egipto, la capacidad de identificar monumentos de interés y la costumbre de escribir informes para sus superiores que, en algunos casos, se convirtieron en publicaciones. Algunos diplomáticos, con residencia en El Cairo, realizaron también una labor de recopilación de documentación semejante en el entorno del Delta, aunque con frecuencia dirigieron sus pesquisas a la búsqueda de antigüedades para enviarlas a las cortes occidentales o venderlas a coleccionistas privados.

Uno de los testimonios tempranos de recepción de la cultura egipcia por la occidental se produjo en el seno de la Masonería. Esta había regulado sus normas de acceso, objetivos y comportamiento de sus miembros a comienzos del siglo XVIII. A la iconografía y las referencias bíblicas de sus inicios se fueron incorporando símbolos de otros orígenes, entre ellos, los egipcios. A medida que el «misterio» en torno a esta civilización –escritura, momias, conocimientos de sus sacerdotes– se fue haciendo popular en círculos cultos, la imaginería de inspiración egipcia resultó útil para dar un aspecto de mayor secreto a las ceremonias y formas de comunicación de las logias. La creación por el «Conde» de Cagliostro del Rito Egipcio o de Misraim reforzó esa tendencia. Su afirmación de que había sido iniciado en las «bóvedas subterráneas» de las pirámides se convirtió en un motivo iconográfico frecuente en el contexto masónico y es una referencia que aún sigue usándose en ciertos grupos esotéricos. Novelas, óperas –como La flauta mágica de Wolfgang A. Mozart– y textos diversos en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX reinventaron una trama de complejidad creciente entre la cultura del Nilo y los iniciados en los ritos del Gran Arquitecto del Universo.

En la Edad Media, algunos tratados de medicina habían empezado a recomendar mummia –polvo producido machacando cuerpos humanos secos– para curar una variedad amplia de enfermedades. La demanda aumentó a medida que los comerciantes europeos se establecieron en El Cairo y su venta de estos restos se convirtió en una actividad rentable; de nada sirvieron advertencias sensatas de médicos tanto en Egipto como en Europa. La procedencia del producto de cuerpos antiquísimos le añadía un valor casi mágico. Ejemplares bien conservados de cadáveres antiguos –que hemos terminado denominando momias, betún en persa– y de los ataúdes o cartonajes que los envolvían se convirtieron también en objetivo comercial. Su preservación abría una nueva perspectiva, la de mirar directamente a un ser que había superado la frontera del tiempo. Así, con la llegada de momias a Occidente, se añadió otra característica a la civilización egipcia, la de su preocupación por la muerte, una inquietud que llegó a calificarse de obsesiva. En la actualidad se tiende a ver ese rasgo cultural desde una perspectiva contraria: los cuerpos manipulados para que mantuvieran el aspecto de seres vivos mostrarían el deseo de los egipcios antiguos por continuar disfrutando, en cierta manera, de la vida.