La Senda del Nilo

Las antigüedades convertidas en patrimonio histórico del estado egipcio

Durante el siglo XIX la concepción de los restos materiales de la civilización egipcia pasó por una transformación radical. De ser objetos curiosos buscados por su especificidad se convirtieron en uno de los soportes de la identidad de un país en formación, el Egipto actual.

La llegada a Londres en 1804 de las antigüedades incautadas por el ejército británico y la paulatina publicación de las obras académicas promovidas por N. Bonaparte, despertaron en Europa Occidental un interés por los objetos egipcios cercano a la voracidad. Diversos agentes comerciales se disputaron su adquisición in situ, entre ellos varios cónsules que aprovecharon las ventajas de su cargo. Estos anticuaros y algunos viajeros se proveían de un firmán (decreto) que les permitía realizar excavaciones.

Los daños empezaron a tomar proporciones de escándalo. Al expolio se añadió la destrucción de edificios admitida por los representantes del gobierno para obtener bloques de caliza con los que abastecer la demanda para construcciones.

En 1835, Mehemed Ali firmaba la primera ordenanza destinada a proteger las antigüedades. Una lectura detallada muestra que se daba valor a estos restos porque atraían a los extranjeros y estos viajaban para verlos. En consecuencia, se prohibía la exportación de bienes muebles y se ordenaba la conservación de todos los templos antiguos y tumbas. Sin embargo, su repercusión fue escasa. Siguieron produciéndose deterioros en los edificios, aunque a un ritmo más lento, y en cuanto a las piezas, se reunieron en el jardín de Ezbekiya, en El Cairo, para formar un museo, pero se dispersaron al ser entregadas como regalo a los viajeros ilustres.

El decreto de 1857 supuso la creación de un Service de Conservation des Antiquités. Se trata de una de las instituciones de protección de restos arqueológicos más antigua del mundo, y se convirtió en modelo para otras semejantes en el siglo XX. Un año más tarde se creaba el Museo de Bulaq, precedente del actual Museo Egipcio. El principal impulsor del proyecto fue un egiptólogo francés, Auguste Mariette, quien dirigió ambas instituciones durante más de dos décadas e inauguró una línea de directores de esta nacionalidad que retuvieron el cargo mediante acuerdos internacionales. La apertura de nuevos yacimientos quedaba limitaba al personal del Service.

La crisis en la década de 1870, tras la inauguración del canal de Suez, produjo un recrudecimiento de los saqueos en los yacimientos. Para atajarlos, en 1883, el nuevo director, Gaston Maspero, decidió autorizar otra vez los permisos de excavación. De esta manera se salvaba la información y se contrataba como trabajadores a la población local, evitándoles caer en el saqueo. Los nuevos permisos presentaban un cambio importante respecto a los precedentes: los titulares serían instituciones académicas o particulares que contrataran a un arqueólogo profesional. Se otorgaría, además, un porcentaje de los hallazgos a los patrocinadores bajo determinadas restricciones. Con varias modificaciones en el modelo del reparto, ese reglamento se mantuvo hasta 1923 cuando, tras el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon y en un contexto de recuperación
–incompleta– de la independencia tras la abolición del Protectorado, se prohibió el reparto de los hallazgos.

Otro cambio significativo incumbía a la naturaleza de las antigüedades. Tras la creación del Service se había ido estableciendo la conciencia de que estaban unidas a la idiosincrasia de la aún incipiente nación egipcia y no eran propiedad del virrey. En el decreto de 1883, esa concepción se plasmó en la conversión del museo de Bulaq y su contenido en patrimonio público, unas condiciones que se hicieron extensivas a los museos que se creasen en el futuro.

La creación del Service supuso una transformación en las actividades de búsqueda de antigüedades al limitar el acceso a los permisos de trabajo. En combinación con la aparición de un reconocimiento de la importancia que tiene el método de excavación y de la paulatina profesionalización de sus responsables, el trabajo de campo en Egipto se había transformado a finales del siglo XIX.

Las largas expediciones de las primeras décadas del siglo, que podían prolongarse durante varios años, fueron sustituidas por misiones de unos meses de duración con periodicidad anual.

A comienzo del siglo había unos pocos anticuarios residentes en Egipto. Algunos estaban dedicados a tiempo completo a su actividad egiptológica como J.G. Wilkinson, que vivió durante años en el mismo yacimiento que estudiaba; otros desarrollaban sus estudios en paralelo a una actividad profesional diferente, como P. d’Avennes. Su lugar fue ocupado por los inspectores del Service, encargados de la supervisión del trabajo en los yacimientos. En unos casos este consistía en el desescombro de monumentos de grandes dimensiones (la esfinge de Guiza, los grandes templos); en otros en su excavación. A estas actividades se unieron, a partir de la década de 1880, las campañas arqueológicas o epigráficas organizadas desde centros académicos europeos.