EXPLORADORES EN LOS MÁRGENES DE LA VIDA: LA EXPERIENCIA DETRÁS DE LA CIENCIA

FECHA: 23/12/20

Federico Baltar. Universidad de Viena.

En un artículo anterior (Número 6) “Organismos en el ambiente extremo bajo la plataforma de hielo del Mar de Ross en la Antártida” contamos las razones científicas que justifican el estudio de los microorganismos de la Antártida. En este centraremos nuestra atención en la visión humana y personal sobre lo que supone hacer ciencia en un ambiente tan extremo como la Antártida.

El autor formó parte de un equipo científico internacional y multidisciplinar que desarrolla su investigación en la Antártida. Las expediciones hacia este continente parten de la ciudad neozelandesa de Christchurch. Desde allí, en aviones Hércules se transporta el material y el personal, científico y militar,  a la base Scott, en el margen del Mar de Ross, algo que requiere varios días de preparativos y esperar a que el tiempo lo permita.

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En nuestro caso el viaje duró ocho horas, sentados sobre una malla sostenida sobre una barra metálica en medio de un ruido ensordecedor y constante. Una de las pocas cosas que se pueden hacer durante el viaje, aparte de lanzar alguna mirada a la superficie del océano a través de un par de ventanillas, es la, por otra parte, obligada incursión al baño; acción que en ocasiones era una auténtica aventura. El ejercicio final lo realizamos ante la mirada indiferente de los compañeros de viaje pues apenas nos separa del resto una cortina a la altura de la rodilla.

Al cabo de varias horas de viaje pudimos ver la costa del continente blanco y poco después el Hércules aterrizó suavemente con sus esquíes sobre la superficie del hielo. La blancura del continente parecía extenderse hasta el infinito, solo interrumpida por el volcán Erebus. El personal de la base Scott nos esperaba en unos todoterrenos y sin apenas tiempo para asimilar la experiencia pero con muchos ánimos, dirigimos hacia la base. 

La base Scott tiene la apariencia de un grupo de contenedores en medio de un desierto helado. Sin embargo, su interior es acogedor. Las habitaciones son compartidas por 4-5 científicos y el baño con el resto de la base. Desde el salón se disfruta de magníficas vistas de la placa de hielo de Ross, pingüinos, focas y leones marinos dormitando bajo el perenne sol del verano Antártico.

El típico programa de muestreo de los otros científicos en la base incluía excursiones diarias de muestreo cerca de la base (en todoterreno, moto de nieve, helicóptero o a pie). Sin embargo, en nuestro caso, nuestro muestreo suponía acampar en la placa del Mar de Ross, a 350 km del Océano Antártico y a varios cientos de la base. Antes de partir se nos instruyó en técnicas de supervivencia tales como cómo protegernos del frío y la radiación o acampar por nuestra cuenta y construir un iglú con un serrucho y una pala. 

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Una vez en el campamento nos protegemos del frío extremo con varias capas de ropa y con botellas de policarbonato con agua caliente. En la Antártida los restos orgánicos no pueden desecharse en el sitio ya que se conservan a tan bajas temperaturas. Defecar constituye entonces una operación compleja que implica, además de quitarse la vestimenta, recoger el depósito. En el campamento cocinamos juntos, trabajamos por turnos y después del muestreo socializamos antes de irnos a dormir. El plan de recogida de muestras había sido cuidadosamente diseñado durante más de un año para aprovechar hasta el último minuto. Todo iba según lo planeado hasta que los planes se torcieron. La estancia estaba prevista que durara cinco días. Sin embargo, el empeoramiento de las condiciones meteorológicas, con una niebla permanente y fuertes vientos impidió que nos recogieran en las fechas previstas, por lo que nos vimos obligados a prolongar la estancia durante ¡tres semanas!; algo que en medio de la Antártida, es problemático. Tuvimos que afrontar la incertidumbre de saber cuándo podríamos volver y repetir las tomas de muestras, que eran inservibles si no eran recientes. Pasamos tres semanas en el campamento; comiendo lo mismo: salami y queso con arroz, pan y pasta, sin ducharnos, con frío y con la misma ropa. Tres semanas que nos impidieron volver a tiempo para pasar la navidad con la familia; en los que vivimos tres intentos frustrados de rescate en los que tuvimos renunciar a la idea de volver al ver cómo el avión pasaba de largo debido al no poder aterrizar por la niebla. Llegó un momento en el que empezó a escasear la gasolina sin la cual no podíamos mantener abierto el agujero por el que tomábamos las muestras, algo que ponía en riesgo la misión fracasaría. 

Finalmente conseguimos contactar con una expedición americana en su viaje a la estación McMurdo y junto con ellos y después de un día y medio de viaje en un Hägglund, vehículo-tractor oruga todoterreno y un trayecto nada fácil. De hecho, era algo extremadamente peligroso, porque había que cruzar una de las zonas más peligrosas de toda la Antártida: la zona de transición donde las grandes placas de Ross y de McMurdo se encuentran, llena de grutas de grandes dimensiones debido al continuo movimiento de placas. Era tan peligroso que el año antes un miembro de la expedición Australiana inspeccionando la zona en una moto-nieve, cayó a 60 m falleciendo. Una vez allí aún teníamos que procesar las muestras, algo que nos llevó 4 horas, después de las cuales pudimos por fin dormir en una habitación con calefacción, ducha y retrete, comer otra cosa que no fuera salami y queso, con la satisfacción de haber conseguido las muestras que queríamos.

Nos cuentan los veteranos de las expediciones en la Antártida, que esto no fue una expedición típica, pero no nos arrepentimos. Si nos preguntaran si volveríamos, no lo dudaríamos… volveríamos… seguro… ¡o todo lo seguro que se puede!