Lo siento, he tomado una decisión.

Alexandra Chas Villar y Enrique García Marco

Universidad de La Laguna

 

Algunas decisiones que ha tomado a lo largo de su vida han implicado grandes cambios: aquella vez que inició una conversación con una persona y acabó siendo su pareja o ese curso de guitarra que decidió tomar de mayor y  que es hoy una de sus pasiones. Nuestras decisiones son cruciales en el desarrollo de nuestro estado físico, de las amistades que hacemos y de cuánto dinero ganaremos a final de mes.

La toma de decisiones es un proceso psicológico complejo en el que la persona tiene conocimiento sobre dos o más opciones, medita sobre las consecuencias de cada una de ellas y elige la que considera más beneficiosa. De acuerdo con esto, el lector o la lectora podría pensar que el cerebro actúa como la balanza en el Juicio de Osiris, en un ejercicio puramente cognitivo y calculador. Y es que hasta hace unos años (y todavía ahora en algunos sectores), prevalecía la idea de que la mente era un ordenador, frío y racional. Desde esta perspectiva, las emociones se consideraban antagonistas de la racionalidad y un obstáculo para el buen funcionamiento de la máquina. Sin embargo, los avances en este campo, desmienten esta concepción. 

Históricamente, el estudio de la toma de decisiones se basaba en analizar los fallos en la aplicación de normas formales. ¿Se parece la toma de decisiones a una elección lógica o matemática? Podemos responder a esta pregunta estudiando algunos casos interesantes. En uno de ellos se ofrece al participante 1000€ o jugar a cara o cruz un premio de 2100€, ¿Qué elegiría usted? Podría entenderse que, basándonos en un modelo matemático, la elección correcta sería optar por la apuesta al azar, dado que, en promedio, la ganancia sería mayor. Otra forma de plantear la misma cuestión, pero en otro contexto consiste en imaginarnos a los mandos de un tren sin frenos que va a arrollar a 10 personas que operan en la vía; salvo que lo haga descarrilar a riesgo de matar (o, no) a sus 21 pasajeros.  ¿Qué decide ahora? La opción correcta sería mantener el tren en la vía, dado que, en promedio, la pérdida sería menor.

Aunque ambos dilemas son similares en términos matemáticos, las preferencias no están relacionadas con las capacidades lógicas y matemáticas. Nuestro cerebro no es una máquina que toma las decisiones óptimas, sino que elige considerando factores de personalidad, motivacionales, esperanza… ¿Sabe el lector o lectora cuánta gente juega a la lotería? Se dice que la lotería es el impuesto que se paga por no saber matemáticas. Si la toma de decisiones no es un proceso lógico carente de componente afectivo, ¿se podría entender como un proceso consciente? 

Imagine que está de vacaciones en una playa paradisíaca y mientras disfruta de un baño alejado de la orilla, descubre que un tiburón se aproxima. ¿Qué haría? Piénselo bien, se trata de una decisión de vida o muerte. Mientras lee estas líneas, probablemente pueda tomarse su tiempo para hacer un análisis consciente de la situación y de sus alternativas, “¿intento huir? ¿me enfrento a él?”. Pero volvamos a la playa: ante la falta de tiempo y frente a un depredador que le triplica en tamaño, ¿sería capaz de hacer el mismo análisis? Probablemente, no. La percepción de un posible ataque del tiburón haría que su corazón latiera de forma acelerada, sus músculos temblasen y instantánea y espontáneamente surgiría una respuesta emocional en pro de su supervivencia. La toma de decisiones no habrá sido guiada por un análisis sosegado sobre los costos y beneficios de todas las opciones, más bien se habría seguido la estela de la intuición y el instinto, al margen del razonamiento consciente. Pero entonces, ¿en qué se diferencian las decisiones conscientes de las inconscientes?

En los años 80 del siglo pasado, una revista pidió a varios expertos que degustaran 45 mermeladas y puntuasen 16 características (e. g. dulzor y textura). Años después, se repitió el ensayo con estudiantes universitarios a los que se les pidió que, simplemente, clasificaran cinco mermeladas del estudio anterior en función de sus gustos. Los resultados mostraron que sus preferencias eran sorprendentemente similares a las de los expertos. Sin embargo, cuando se le pidió a otro grupo que, además de clasificar las mermeladas, explicasen las razones por las que preferían una marca u otra, los resultados cambiaron drásticamente. En este caso los universitarios buscaron razones creíbles (puntuar alto en textura gruesa o la facilidad para ser extendida) para preferir una mermelada a otra, y dejaron de lado las preferencias instintivas. En este ensayo apenas hubo concordancia con los resultados del grupo de expertos. Esto sugiere que un exceso de análisis puede llevarnos a ignorar nuestras emociones, que evalúan con más acierto nuestras preferencias reales.

Aunque sabemos que los componentes afectivos y racionales en la toma de decisiones, están íntimamente relacionados, en algunos casos se puede minimizar la influencia de las emociones (o, al menos, intentarlo); es el caso de un juez aplicando la legislación en contra de sus principios. Pero, ¿se puede imaginar cómo sería una toma de decisiones en la que no intervengan las emociones de ningún modo? Para responder a esta cuestión acudiremos a uno de los casos más famosos de la neuropsicología clínica, el de Elliot. 

Elliot era un padre y marido ejemplar que ostentaba un cargo de responsabilidad en una empresa importante y colaboraba con la iglesia local. Sin embargo, la extirpación de un pequeño tumor que le presionaba el lóbulo frontal del cerebro le cambió completamente. Elliot empezó a presentar una indecisión patológica. Pero su capacidad de razonar estaba intacta, podía hacer una descripción pormenorizada de las razones que justificaban cada una de las decisiones y sus consecuencias. Sin embargo, ante situaciones tan triviales como decidir si utilizar un bolígrafo negro o azul o dónde aparcar el coche, se mostraba imponetente. Al poco tiempo, Elliot perdió su trabajo y a su familia. Tras realizarle varias pruebas, el neurólogo Antonio Damasio concluyó que Elliot no podía sentir emociones. Su paciente tenía dañada la corteza orbitofrontal, una estructura localizada en la porción de la corteza prefrontal que conecta con el sistema límbico y se encarga de la integración de las emociones al proceso de toma de decisiones. Damasio argumentó que Elliot no podía tomar decisiones porque no tenía la capacidad de usar sus emociones y, por tanto, no podía asignar valores afectivos a las diferentes alternativas para así decantarse por una u otra opción. Elliot, paradigma de la racionalidad, fracasa totalmente a la hora de tomar decisiones. 

Parece, por tanto, que nuestro cerebro necesita emoción y razón para para poder decidirse. Pese a que las concepciones clásicas tienden a privilegiar la razón sobre la emoción, hoy sabemos que ese componente afectivo es fundamental y que son precisamente las decisiones intuitivas, las que pueden salvarnos ante el ataque de un depredador. Hemos podido entender que son las emociones las que, en última instancia, inclinan la balanza hacia una alternativa. y también, que el paradigma de la racionalidad estricta parece una utopía estéril, justamente, por nuestra humanidad.

No piense el lector que la elección del título fue casual; nada más lejos de la realidad. La metáfora, tan infiltrada en el lenguaje popular, de la expresión “lo siento” cobra un valor casi literal cuando nos referimos a la toma de decisiones. Y es que, sin sentirlo, no tomaríamos decisiones.