LA AVENTURA DE SER UNA EXPLORADORA MOLECULAR Y NO MORIR EN EL INTENTO

 

Francisca Sánchez Jiménez 

Universidad de Málaga

 

Cualquier aventura tiene sus desventuras, pero también su emoción. Asociadas a estas emociones hay un grupo de biomoléculas (adrenalina, serotonina, cortisol) que son las que “salpimientan” la vida ¿Qué sería la vida sin el derecho, y el deber, de ser una misma y vivir su propia aventura, aunque sea contra corriente? No hay nada más apasionante.

Tenía 12 años cuando supe que me encantaban las reacciones químicas y también explicarlas a mis compañeras. Supe, que en esos cambios de color y de estado físico que observaba en mi Juego de Química (¡de esos no hay ahora!), se encontraba la esencia del Universo y de la Vida. Y decidí dedicar mi futuro a desgranar parte de ese conocimiento, que pronto se convirtió en una pasión.

No fue fácil. Por entonces, allá por la década de los 50 del siglo pasado, esa no era una “vocación para niñas” según el criterio de un padre nacido en Ceuta diez años antes de que Franco subiera al “Dragon Rapide” para dar el salto a la península e iniciar la rebelión contra la República, con el que compartía su visión del mundo. Mi primera meta conseguida fue marcharme a la península a estudiar la “química de la vida”; algo que pude conseguir gracias al apoyo de dos generaciones de mujeres de mi familia, de las que heredé mi genoma mitocondrial y el deber de ser yo misma.

Cursé la licenciatura en Ciencias Biológicas (una de las etapas más felices de mi vida) y el doctorado (ésta, sin embargo, de las más esforzadas y duras). Ambas sirvieron para fortalecer la cintura con la que he lidiado tanto los buenos tiempos como las situaciones más adversas. La vida de quien decide dedicarse a la investigación (especialmente en España) es una montaña rusa de emociones y experiencias vitales, en la que hay que mirar al frente para no sentir vértigo; algo muy útil tanto en la vida como en la profesión. Las mujeres que lucharon por su sueño de ser científicas en el último cuarto del siglo XX tuvieron que cambiar estilos de vida, algo que les exigió una voluntad férrea y la comprensión y generosidad de su entorno. Mucho se ha avanzado desde entonces,  aunque algunos problemas aún persisten. 

La vida de cualquier investigadora incluye normalmente una etapa más o menos larga de nomadismo, en la que hay que ir de allí para acá detrás de nuevos métodos y tecnologías; y estar presente en foros de discusión científica. La fase posdoctoral suele coincidir con la edad reproductiva de las mujeres; lo que genera problemas de compatibilidades entre el cuidado de los hijos y las demandas profesionales. Los problemas de conciliación se vienen resolviendo gracias a la compresión de la familia, aunque dista  mucho de ser una solución satisfactoria: “la caridad no debe sustituir a la justicia”. Están por desarrollar aún políticas y medidas sociales que faciliten la conciliación; desde una mayor flexibilidad de horarios hasta disponer de centros de cuidado de menores (especialmente preescolares) en las universidades y centros de investigación, pasando por la asumpción de la paternidad corresponsable. A lo largo de mis 40 años de profesión como profesora universitaria e investigadora he conocido a demasiadas chicas inteligentes que abandonaron la ciencia por no poder conciliar su vida familiar con la profesional. Muy pocos casos conozco cuando el investigador era un varón.

Es bien cierto que en algunas mentes subsisten planteamientos que, bien sea por sus referentes vitales, la educación recibida o por prejuicios adquiridos no aceptan que hombres y mujeres tengan las mismas oportunidades para desarrollar sus capacidades. Son esclavos de determinados estereotipos, aún por desterrar; prejuicios que hace tiempo dejaron de tener sentido, basados en la vieja idea de que la “fuerza bruta” (esa ancestral ventaja masculina) tiene algún valor en un mundo en el que es más valioso el conocimiento y el talento que la musculatura; un mundo dónde es más eficaz la respuesta meditada y el tacto que el ataque frontal. 

No hay, pues, argumentos para defender que hombres y mujeres no están igualmente capacitados para pensar, deducir e innovar. La Historia de la Ciencia muestra que ha habido muchas mujeres pioneras en todas las ramas del conocimiento y sus aplicaciones; tantas que no hay espacio aquí para siquiera dar una lista aproximada. Invito a la lectora y al lector a leer el documento “Mujeres de ciencia sobre el papel” de la FECYT o bien visitar la web de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas, una organización no gubernamental dedicada a mejorar la situación de las mujeres científicas en España.

Desde un punto de vista biológico, la variabilidad en una especie es una ventaja evolutiva que la hace más resistente a los cambios del entorno. Por tanto las diferencias de género y de otros rasgos humanos (color de piel o ciertas mutaciones respecto a un genoma estándar) deben ser entendidos como beneficiosos para la especie. Discriminar por razón de sexo o genoma no tiene por tanto sentido evolutivo. Todos los seres humanos pertenecemos a la misma especie y como tales tenemos el derecho y el deber de desarrollar nuestras cualidades, en nuestro beneficio propio y en el de la especie. 

En definitiva, el género del que investiga es irrelevante; lo que verdaderamente importa es la resiliencia, la capacidad de trabajar en equipo, el rigor científico, la tenacidad y la imaginación creativa. La ciencia es una pasión constructiva, patrimonio de toda la especie en la que debemos perseverar. Merece la pena.