FECHA: 30/11/2018
AUTOR LUIS JAVIER CAPOTE PÉREZProfesor de Derecho Civil.Universidad de La Laguna Una característica de las disciplinas jurídicas es su transversalidad. Cualquier relación humana susceptible de generar controversias entre sus partes integrantes trae consigo la necesidad de reglas que permitan la adecuada resolución del conflicto. Dentro de la distinción tradicional entre ciencias, artes, humanidades y leyes, estas últimas son singulares, caracterizadas por su vinculación con las normas del ordenamiento jurídico de cada Estado. Sin embargo, las leyes coinciden con las demás ramas del saber en la necesidad de un sentido crítico, que se concreta en la aversión a la aplicación mecánica y acrítica de los mandatos legales.
En el desarrollo científico, los avances y resultados prácticos derivados del área tecnológica acarrean un debate ético sobre su pertinencia. Debate entre la posibilidad y el deber –es posible, pero ¿debe hacerse? – que trae de su mano una disyuntiva legal: ¿debe regularse en un sentido prohibitivo o en un sentido permisivo? La respuesta a cada ocasión tiene presente el recordatorio de que el Derecho es una creación humana y, como tal, está profundamente influida por el conocimiento y las creencias vigentes o predominantes en cada tiempo, lugar y colectividad.
En este punto es preciso recordar que hay supuestos en los que el consenso social diverge del conocimiento científico. La idea colectiva en torno a la presencia de las antenas de telefonía móvil en medios urbanos resiste frente al consenso científico sobre sus nulos efectos perniciosos. El reconocimiento judicial de un pretendido síndrome de sensibilidad electromagnética lleva a pensar que una resolución contenida en una sentencia judicial es equivalente a la validación científica de un invocado mal cuya existencia no está ratificada por la ciencia. Detalles como este muestran la importancia de que en el poder judicial y en el legislativo haya un mínimo de conocimiento científico y de pensamiento crítico. Pero, más allá de los asuntos en los que hay una controversia derivada de la divergencia entre el consenso social y las conclusiones científicas, encontramos casos en los que la creencia se disocia por completo del conocimiento y mantiene la fe en prácticas que solo pueden calificarse como pseudocientíficas, como son la astrología, el tarot, las flores de Bach o la homeopatía. Son éstas prácticas de amplia implantación y aceptación social, a pesar del hecho de que su eficacia es inexistente y de que, en el mejor de los casos, se debe al efecto placebo. El hecho de que, desde la ciencia, se haya advertido continuadamente sobre su naturaleza pseudocientífica no parece haber afectado a las creencias de amplios sectores de la población que, con independencia de su formación, mantienen su fe en tales prácticas. Su pervivencia y relativo predicamento tienen bastante que ver con el hecho de que exista una cierta tibieza -cuando no abierto apoyo- en ciertos colectivos profesionales del ámbito sanitario. Por otra parte, el movimiento escéptico ha planteado desde su seno la constante necesidad de establecer una regulación restrictiva o directamente prohibitiva de las prácticas cuya eficacia no esté directamente reconocida o validada desde un punto de vista científico. La calificación coloquial de las mismas como «estafas» contrasta poderosamente con la ausencia de resoluciones condenatorias en materia penal. El hecho de que su publicidad sea engañosa ha generado también un debate en el plano del Derecho de los consumidores. ¿Es admisible la comercialización de productos intrínsecamente engañosos y servicios objetivamente inútiles? Cuando a los mismos se añade un peligro para la vida o la salud de las personas, la respuesta, sin lugar a dudas, ha de ser negativa. Sin embargo, no sucede lo mismo cuando la inocuidad es inherente a lo que se intenta vender. Es el caso de los preparados homeopáticos que carecen de efectos secundarios, simplemente porque tampoco los tienen primarios. Desde el punto de vista escéptico, la actitud del mundo jurídico es excesivamente complaciente y se aboga por una respuesta más contundente, tanto a nivel legal como judicial.Pero la situación es mucho más compleja de lo que podría pensarse por un operador extrajurídico. Por un lado, hay que tener en cuenta que, tanto para el delito de estafa como para la anulación de un contrato se precisa de un «engaño bastante» esto es, de un artificio que lleve a la persona a una visión distorsionada de la realidad, de la cual ya no pueda salir hasta que ya sea tarde. Pseudociencias tan burdas como la astrología o el tarot hacen inviable pensar en la suficiencia de la mendacidad, dejando aparte casos especiales, como aquellos en los que las víctimas son menores, incapaces o individuos con un bajísimo nivel cultural. Por otra parte, en el caso de pseudoterapias como la homeopatía, el apoyo a las mismas por parte de un sector de las profesiones sanitarias resta una parte de la fuerza necesaria a los esfuerzos por ponerles coto desde el punto de vista legal. Cabe, además, preguntarse si el uso de mecanismos legales para atajar estas prácticas las haría desaparecer. La existencia de prohibiciones similares en el pasado -cuando el ocultismo y prácticas de parecido pelaje estaban proscritas, al entrar en conflicto con la religión oficial- no hizo a la sociedad más crítica, sino más inerme a ciertas creencias.
Las normas jurídicas han evolucionado y evolucionan con la sociedad de la que traen causa y a la que se aplican. Por eso es preciso que la sociedad tenga un desarrollado sentido crítico y unos conocimientos científicos que permitan distinguir el saber de la creencia y la veracidad del engaño. Esta necesidad se hace extensiva a los operadores jurídicos y a los poderes públicos.
El Derecho es una disciplina en la que el pensamiento crítico debe ser una herramienta esencial, que permita de elaborar normas justas y puedan ser aplicadas ecuánimemente. Una norma jurídica o una resolución judicial que se base en una idea preconcebida no contrastada científicamente o directamente invalidada por la ciencia hace un flaco favor a la causa del escepticismo. Pero una norma que pretenda cambiar el consenso por la fuerza de su coactividad, puede causar idéntico perjuicio. La hipótesis de hurtar a las personas y a las colectividades la responsabilidad por los propios actos que se deriva del libre albedrío no las hará más críticas o juiciosas, sino que las convertirá en una suerte de criaturas o entidades tuteladas, en permanente minoría de edad. La prohibición de ciertas prácticas, con carácter general, supone entrar en el pantanoso mundo de la proscripción de las ideas y, por noble y loable que pueda parecer el ideal, abriría la puerta de un inquietante precedente.